Por Carlos Boidi

Como si una sombra se envolviera con otra en la espiral de su nueva geometría, ahora chata y confundida por el polvo rojo entre los coágulos de sangre y los restos del caucho que dejó la frenada , el espacio le conformaba un infinito irreconocible en el camino.
La nueva luz era ahora mucho más bella que aquella de los faros, no lo cegaba, no traía el golpe, por el contrario , era una caricia de azul brillante que lo elevaba y alejaba de todo lo conocido.
Se sintió preso del silencio, sin el sonido de la selva ni el de sus huesos crujiendo bajo las chapas y adivinó que el otro gran animal lanzado sobre él ya lo había devorado. En su nueva dimensión sin piel ni pelo, sin pezuñas ni olfato , se reconocía solo por esa identidad ancestral y cósmica impresa desde el nacimiento mismo del universo.
Antes de irse se alcanzó a ver como una mancha en el costado del camino y no pudo recordarse. Le pareció que era un olvido en la mudanza , un desprecio de la embestida.
Le pareció que la selva se iba quedando cada vez más vacía.
