Por Sergio Coppoli

Llegaron a Buenos Aires, desde historias y lugares distintos. Uno desde la tierra de las misiones jesuíticas, surcaban por sus venas arroyos de sangre bravía y guaraní y arroyos de bravía sangre africana, la de aquellos que subieron al barco de la infamia desde la puerta de la que no se vuelve y esos arroyos conformaron un río más bravío aún que lo llevó al sable de combate.



Otro desde una tierra que se estaba por constituir políticamente y al mando de un militar llegado desde Europa, desafiaría las cumbres de los Andes. Un río de sangre brava, quizás ranquel o rankulche lo llevó al sable de combate.
En Buenos Aires, en los cuarteles del Retiro, la disciplina impuesta por un militar alto, moreno de voz profunda y retumbante, recientemente llegado de Europa, los unió y los amigó.
La amistad se fortaleció en el hospital donde los llevó el agua de Buenos Aires que los afectó a ambos. Fue tanta esa amistad que uno de ellos adoptó el nombre del otro. Ambos pasaron a ser Juan Bautista.

Sus sables se alzaron en una mañana cálida de febrero y cuando la metralla hizo que ese militar alto, moreno de voz profunda y retumbante, recientemente llegado de Europa, cayera bajo el cuerpo de su caballo, los dos amigos acudieron, uno atravesó con su lanza al realista que intentaba matar al coronel con su sable y el otro, al precio de su vida, lo libraba del cuerpo del caballo muerto.
Cabral, soldado heroico, terminaría allí su vida. Baigorria seguiría el camino granadero hacia Chile, quizás el Perú y pasó casi al olvido.
La amistad salvó la patria naciente.


