Por Jorge Triviño Rincón
La ciudad de Babilonia, se hallaba —en ese instante— plena de movimiento de sus gentes. De un lado, a otro, deambulaban comerciantes con sus mercancías.
Los vendedores de tapetes persas, los comercializadores de especias, los mercaderes de perfumes del oriente, junto a millares de pescadores, los fabricantes de textiles y los negociantes de sueños.
La algarabía, era tal, que mortificaba poderosamente al rey macedonio, que se hallaba postrado en su cama, atacado de fiebre.
Varias mujeres, se acercaban a él, para mojar sus labios con un paño empapado de agua y para secar el sudor que manaba a torrentes de su frente quemada por los rayos del sol.
Las doncellas que se encargaban de cuidarle, lo hacían con especial devoción, ya que admiraban las hazañas que él había realizado.
Varios pajes, se encargaban de cambiar constantemente su ropa húmeda y de atender a sus requerimientos; sin embargo, la fiebre no cedía.
El médico de cabecera, se hallaba bastante preocupado por el avance de la enfermedad, aunque ya le había suministrado todos los remedios posibles que pudo conseguir; y de aplicar las terapias conocidas en su larga trayectoria médica.
De pronto, el héroe se levantó y empezó a agitar sus manos, siendo detenido por cuatro pares de fornidos brazos.
Ante su mente atormentada, aparecieron las escenas de su vida: la llegada a la ciudad de Babilonia —llena de esplendor y de jardines colgantes—, y la alegría de sus gentes; la majestuosidad de sus avenidas y el hechizo de su belleza.
Posteriormente, se vio caminando con su ejército tras derrotar al rey Poro en la India. Todos sus generales y lugartenientes lucían cansados a causa de las rudas luchas que habían enfrentado.
Después, Alejandría, -su ciudad amada-, llegó a su mente; colmada de transeúntes y de investigadores de ciencias y de vendedores de arte, y la biblioteca atestada de manuscritos de las regiones más alejadas del planeta.
Ante su vista —poco a poco— apareció a continuación, la ceremonia fastuosa de su consagración como hijo de Amón, y luego, la ciudad de Egipto con sus amplias calles, llenas de hieroglifos de colores; con sus gentes hospitalarias, arrodilladas frente a él y una exclamación de sorpresa en su rostro ante la llegada de sus ejércitos. Su imaginación estaba adulterada, pero con momentos de lucidez.
De inmediato, surgieron los cuidadores que enjugaron sus labios resecos y de nuevo limpiaron su frente con paños húmedos.
— ¡Agua! —gritó intempestivamente Alejandro Magno.
El guerrero, quedó dormido durante mucho tiempo a causa de la fatiga causada por la fiebre.
Luego, en medio de la somnolencia, y en estado de letargo, las sensaciones se tornaron más vivaces.
Desde la penumbra, emergieron imágenes de la hermosa ciudad de Jerusalén, habitada por seres devotos e industriosos; con sus murallas y grandes pasadizos, y más tarde, la ampulosa ciudad de Tiro con sus fortificaciones y sus enormes esculturas.
El médico de cabecera, se acercó a él para examinar su ritmo cardíaco, comprobando que se hallaba bastante alterado, por lo cual, decidió hablarle a su oído para pedirle que se calmara.
El conquistador le miró de hito en hito y pareció reconocerle como a un amigo que luchaba hombro a hombro con la muerte; pero las percepciones del pasado, retornaban a su memoria involuntariamente, llenas de colorido.
Asia con sus estepas y áridas e inhóspitas tierras —otra vez—; vino hacia él, y el rostro de su rival Darío con su yelmo, y después, coronado como rey de los Persas.
Todas las reproducciones pictóricas estaban dotadas de vida, como si apenas estuvieran sucediendo; solo que él asistía como testigo mudo de tales acontecimientos.
Afloraron los rostros de todos sus militares y su entrenamiento; después la doma de Bucéfalo —hermoso como ningún otro corcel— y el rostro inolvidable de su mentor Aristóteles cuando le educaba para hacer de él un gran conquistador.
—Haz lo que quieras, ésta es la única ley pero recuerda que de todos tus hechos tienes que dar cuenta. Tu fin —Alejandro— llegará cuando tu estatura moral sea inferior a la que tienes ahora. Cuida de ser benévolo, sincero y ecuánime y de dar libertad a cuantos más seres puedas.
Todo aliento de vida decrece cuando no hay pureza en el corazón. Toda fuerza se aminora cuando el fuego del amor se apaga. Tú eres valiente e inteligente; pero debes ser ante todo, sensitivo y misericordioso…
Las vislumbres desaparecieron de un momento a otro—, entrando después— en el sopor tan profundo como la oscuridad abisal y aunque seguía viviendo todo aquello; ninguno de sus acompañantes se dio cuenta de lo que sucedía realmente en su interior, hasta el preciso momento en que dejó de respirar.
Tomado del libro APÓLOGOS, aún inédito.