JUGLAR DE LA VORÁGINE
Por Jorge Triviño Rincón

Escritor colombiano autor de la novela La vorágine (1924), considerada un clásico de la literatura hispanoamericana. Hasta la llegada de La vorágine, la literatura colombiana sólo tenía en la María de Jorge Isaacs (1867) una obra de indiscutible altura universal. José Eustasio Rivera logró en esta narración desembarazar la novela nacional del localismo detallista propio del costumbrismo y, con original expresión, supo plasmar a través de la tragedia de Arturo Cova la enconada lucha del hombre con la naturaleza.
José Eustasio Rivera nació en el pequeño pueblo de San Mateo, hoy Rivera (Huila), el 19 de febrero de 1888, en el seno de una familia dedicada a las labores del campo y con aguerridos antepasados huilenses; su padre, don Eustasio Rivera, era hermano de los generales conservadores Pedro, Napoleón y Toribio Rivera, quienes desempeñaron importantes cargos en la administración, el Congreso y el campo educativo. Casado con Catalina Salas, el matrimonio tuvo once hijos.

Rivera hizo sus primeros estudios en Neiva, primero en el colegio de Santa Librada y posteriormente en el de San Luis Gonzaga, mostrando tempranamente su inclinación por las letras. Influido por las corrientes románticas y modernistas, ya desde sus primeros poemas reveló su inquietud por la naturaleza.
Dice en «Gloria», por ejemplo: «yo llevo el cielo en mí…» o «yo llevo la cascada que en oscura selva se rompe; y he amoldado a mi cráneo la llanura y se ha encerrado en él la cordillera».
A través de su identificación con la geografía nacional, José Eustasio Rivera logró una poesía llena de emoción, sin pertenecer a los movimientos de su época como los Nuevos, ni a la acartonada generación centenarista. Otros de estos poemas escritos entre 1906 y 1909 son «Tocando diana», «En el ara», «Dúo de flautas», «Triste», «Aurora boreal» y «Diva, la virgen muerta». La visión de la naturaleza le sirvió para interpretar y fortalecer su propia personalidad. Pero no se quedaría en la mera descripción del entorno, sino que, tanto en esta primera obra como en poesías posteriores y en su prosa, expresó su sentido trágico de la existencia humana, de lo fugaz y limitado de la vida.
En 1906 viajó a Bogotá para ingresar, becado, en la Escuela Normal. Tres años más tarde se desempeñó como inspector escolar. En los Juegos Florales de Tunja, en los que se conmemoraba el centenario del grito de Independencia, Rivera obtuvo el segundo lugar con poemas de corte épico, muy influidos por la poética de Miguel Antonio Caro: la «Oda a España» fue publicada en septiembre de 1910 por El Tropical de Ibagué.

Regresó a Bogotá donde, para mantenerse, trabajó en el Ministerio de Gobierno, mientras estudiaba en la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad Nacional, graduándose en 1917 con la tesis Liquidación de las herencias. De ese entonces data su drama teatral Juan Gil. Pocos meses después de egresado, le fue ofrecida desde Neiva una curul en la Cámara de Representantes, que Rivera aceptó. Pronto un telegrama del obispo de Garzón, Esteban Rojas, pidiéndole la renuncia «por el bien de la unidad católica», hizo que el escritor exclamara:
«Me barrieron de un sotanazo».
El primer contacto de José Eustasio Rivera con los Llanos Orientales tuvo lugar en enero de 1916. El segundo fue en abril de 1918, cuando, en función de su profesión de abogado, viajó en bongó por el río Meta hasta la hacienda Mata de Palma, estadía que duró hasta el mes de febrero de 1920 y durante la que hizo amistad con Luis Franco Zapata, figura clave en la génesis de La vorágine. En 1912 Luis Franco Zapata se había escapado con Alicia Hernández Carranza desde Bogotá, donde ella trabajaba como empleada de una tienda. Juntos llegaron al fondo de la Amazonia, entre Colombia y Venezuela, y se instalaron en las caucherías del Brazo Casiquiare, cerca de Brasil.
En 1918, en Orocué, Luis Franco Zapata le contó todas sus historias a Rivera, desde las más íntimas hasta las de índole social, sin excluir las mitológicas, las de aventuras y las de sangre.
«La mayor parte de los personajes de La vorágine (afirma Isaías Peña Gutiérrez) surgieron de los relatos de Luis Franco Zapata, incluidos los nombres, que poco variaron.»
Cerca de Orocué, Rivera tuvo un segundo ataque de cefalea que se repitió en Sogamoso en 1919 y, de regreso a Orocué, sufrió las fiebres del paludismo, que le curaron Luis Franco y Alicia.[1]
En referencia a su labor literaria, es poco conocida su producción poética, llena de encanto, de belleza y maravilla ante el paisaje circundante. Él fue un cultor y amante de la naturaleza en todo su esplendor. Su poesía es una creación transparente, personal y llena de alusiones al agua, a la música circundante, y sobre todo a la relación de su alma con el alma del entorno; sin embargo, también retrata de manera soberbia los acontecimientos más importantes.
Su libro Tierra de promisión, inicia con el siguiente poema en el que relata el paisaje ensoñador que encuentra en uno de sus viajes por la selva amazónica.

La obra, publicada en 1921, inicia con un hermoso Prólogo; una apología de un río, en el que enaltece la obra creadora por excelencia y en la que hace hablar al río en primera persona. Esa personificación, es tan clara y meridiana que hace analogía con el espejo, en el que además, de manifestar que en él se refleja el río, también la voz de la selva se manifiesta dentro imbuyéndose como una sonata. Sobre él, sobrevuela un águila cuando el río se tornado grana. Él, pasajero adornado de espuma, espera una estrella, que sin duda, bogará en sus ondas.
¡Fantástico preludio de los poemas que vienen a alimentar las almas sedientas de belleza!
PRÓLOGO
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Soy un grávido río, y a la luz meridiana
ruedo bajo los ámbitos reflejando el paisaje;
y en el hondo murmullo de mi audaz oleaje
se oye la voz solemne de la selva lejana.
Flota el sol entre el nimbo de mi espuma liviana;
y peinando en los vientos el sonoro plumaje,
en las tardes un águila triunfadora y salvaje
vuela sobre mis tumbos encendidos en grana.
Turbio de pesadumbre y anchuroso y profundo,
al pasar ante el monte que en las nubes descuella
con mi trueno espumante sus contornos inundo;
y después, remansado bajo plácidas frondas,
purifico mis aguas esperando una estrella
que vendrá de los cielos a bogar en mis ondas.
El siguiente poema, es un canto nocturnal, en el que el autor relata cómo se desliza en una canoa produciendo estelas, borrando los luceros reflejados en la superficie del río. En la ribera, los indios lo ven pasar con curiosidad, mientras la luna y los cielos lo contemplan y las montañas parecen rumorearle algo.
I
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Esta noche el paisaje soñador se niquela
con la blanda caricia de la lumbre lunar;
en el monte hay cocuyos, y mi balsa que riela
va borrando luceros sobre el agua estelar.
El fogón de la prora con su alegre candela
me enciende en oro trémulo como a un dios tutelar;
y unos indios desnudos, con curiosa cautela,
van corriendo en la playa para verme pasar.
Apoyado en el remo, avizoro el vacío,
y la luna prolonga mi silueta en el río;
me contemplan los cielos, y del agua al rumor
alzo tristes cantares en la noche perpleja,
y a la voz del bambuco que en la sombra se aleja,
la montaña responde con un vago clamor.
En los próximos poemas, se hace tangible la existencia de animales, a quienes describe de manera magistral: una garza que sueña con las ondas del río, un pez nacarino que irisándose juega, vela el caimán, cuya rugosa espalda parece cordillera en miniatura, y un lustroso pato de plumaje gualda.
II
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Un guadual que rumora mientras duerme el plantío;
y en el cauce arenoso de corriente salvaje,
solitaria en un tronco donde el tumbo hace encaje,
una garza que sueña con las ondas del río.
En sus plumas de raso se abrillanta el rocío;
y después, cuando escruta, maliciosa, el paraje,
alargando su cuello sobre el limpio oleaje,
clava, inquieta, los ojos en el fondo sombrío.
Es un pez nacarino que irisándose juega
en la diáfana linfa del remanso callado;
la enemiga acechante los plumones despliega,
con asalto certero del cristal lo arrebata,
y se eleva oprimiendo con el pico rosado
un estuche de carne guarnecido de plata.
III
Cerca del ancho río que murmura,
en las arenas que el cenit rescalda
vela el caimán, cuya rugosa espalda
parece cordillera en miniatura.
Viendo nadar sobre la linfa pura
lustroso pato de plumaje gualda,
como túrbido grano de esmeralda
agranda el ojo entre la cuenca dura.
Pérfidamente sumergido un rato
en la líquida sombra, de repente
aprietan sus mandíbulas al pato;
entonces flota la dispersa pluma,
abre un círculo enorme la corriente,
y tiembla, sonrojándose, la espuma.
El siguiente poema, es un canto avizor de la majestad, belleza y encanto que ejerce la selva con sus sonidos musicales, con sus cantatas y su concierto sinfónico. En él, podemos contemplar el grado de sensibilidad que tenía el bardo pues todo lo contemplaba como un conjunto en el que las partes le hablaban a su alma expectante de cada acontecer en su derredor.
IV
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
La selva de anchas cúpulas, al sinfónico giro
de los vientos, preludia sus grandiosos maitines;
y al gemir de dos ramas como finos violines
lanza la móvil fronda su profundo suspiro.
Mansas voces se arrullan en oculto retiro;
los cañales conciertan moribundos flautines,
y al mecerse del cámbulo florecido en carmines
entra por las marañas una luz de zafiro.
Curvada en el espasmo musical, la palmera
vibra sus abanicos en el aura ligera;
mas de pronto un gran trémolo de orquestados concentos
rompe las vainilleras!… y con grave arrogancia,
el follaje embriagado con su propia fragancia,
como un león, revuelve la melena en los vientos.

El autor de La Vorágine, además de ser un gran poeta, como es un excelente narrador, es excepcional en la descripción, lo cual se denota en el siguiente poema, en el que describe con precisión la caza llevada a cabo por un nativo.
V
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Cuando ya su piragua los raudales remonta,
brinca el indio, y entrando por la selva malsana,
lleva al pecho un carrizo con veneno de iguana
y el carcaj en el hombro con venablos de chonta.
Solitario, de noche, los jarales trasmonta;
rinde boas horrendos con la recia macana,
y, cayendo al salado, por la trocha cercana
oye ruido de pasos… y al acecho se apronta.
Ante el ágil relámpago de una piel de pantera,
ve vibrar en lo oscuro, cual sonoro cordaje,
los tupidos bejucos de feroz madriguera;
y al sentir que una zarpa las achiras descombra,
lanza el dardo, y en medio de la brega salvaje
surge el pávido anuncio de un silbido en la sombra.
No podía faltar el cortejo y la actividad amorosa que relata el encuentro con una nativa en medio de la selva. Narración sencilla, llena de alusiones a la belleza de la mujer con la que tuvo un encuentro amatorio.
VII
JOSÉ EUSTASIO RIVERA
Por saciar los ardores de mi sangre liviana
y alegrar la penumbra del vetusto caney,
un indio malicioso me ha traído una indiana
de senos florecidos, que se llama Riguey.
Sueltan sus desnudeces ondas de mejorana;
siempre el rostro me oculta por atávica ley,
y al sentir mis caricias apremiantes, se afana
por clavarme las uñas de rosado carey.
Hace luna. La fuente habla del himeneo.
La indiecita solloza presa de mi deseo,
y los hombros me muerde con salvaje crueldad.
Pobre… ¡Ya me agasaja! Es mi lecho un andamio.
Debo dejar consignado aquí, que la igual que toda nueva modalidad de poesía que irrumpe con narrativas diferentes y trata de temas que jamás han sido abordadas de esa manera, la poesía de José Eustasio Rivera, conquista con su belleza, con su modo particular y con una sensibilidad diferente a la que se publicaba en Colombia; razón por la cual, encontró pocos partidarios. Aquellas creaciones de carácter novedoso no siempre son bien apreciadas, pero el tiempo es un juez implacable y hace brillar todo cuanto tenga luz y opaca aquellas que carecen de luminiscencia.

Fuentes:
[1] https://www.biografiasyvidas.com/biografia/r/rivera_jose_eustasio.htm
