Por José Miguel Alzate (gentileza de Jorge Triviño Rincón)

Hoy 24 de junio se cumplen noventa años de la trágica muerte, en Medellín, del cantante argentino Carlos Gardel.
¿Cómo fue ese hecho que causó tanto dolor en los seguidores de este hombre, que le dio al tango cédula de ciudadanía al llevarlo hasta los salones elegantes de París, como lo dijo alguna vez Jorge Luis Borges?
Dos novelas de autores colombianos, Aire de Tango, de Manuel Mejía Vallejo, y La caravana de Gardel, de Fernando Cruz Kronfly, permiten conocer detalles sobre lo que ocurrió horas antes del accidente aéreo que le costó la vida al hijo de Bertha Gardes, la humilde mujer de origen francés que llegó a Buenos Aires soltera, con un niño de tres años en brazos, para ejercer el oficio de planchadora.

Ese lunes 24 de junio de 1935 El Morocho del Abasto se levantó tarde. La noche anterior había cumplido sus compromisos artísticos, recibiendo el aplauso de sus admiradores. Después de la presentación, Le Pera, el guitarrista que lo acompañaba en su gira por Colombia, le ofreció una gran cena en un restaurante de Medellín.

El cantante asistió vestido con su impecable traje negro, su sombrero borsalino ladeado y su sonrisa brillante, que conquistaba mujeres. Entre botellas de wisky y sonidos de guitarra la voz del artista sobresalía contando chistes picantes, o narrando algunas aventuras amorosas.
Como aquella con Cecilia Ramallo que le costó un desafío a duelo por parte de su esposo, el militar Segundo Rodríguez Hautey.
Cosas del destino, esa noche alguien le advirtió que viajara por tierra. Una muchacha joven, de ojos azules, que admiraba al artista, llegó al restaurante agitada, preguntando por él. Ante tanta insistencia, Gardel la atendió. Salió a la puerta y, mirándola a los ojos, le preguntó para qué lo necesitaba. Ella, con una voz donde se confundían la admiración y el respeto, le dijo:
“Anoche tuve un sueño horrible: vi su cuerpo envuelto en llamas. Por favor, no viaje en avión. Hágalo por tierra”.
El cantante la escuchó sin prestarle atención. Regresó a la mesa y, entre bromas, le dijo a sus acompañantes: “Quería convencerme de que me vaya por tierra”. Sin embargo, El Zorzal Criollo no atendió su recomendación. No estaba para creer en predicciones.
El accidente ocurrió a las tres y diez minutos de la tarde. Según una crónica de Mario Sarmiento Vargas, publicada en El Colombiano en 1945, el avión en que se montó Gardel, un F-31 de la empresa Saco, fue lanzado por un “fuerte golpe de viento” contra la estructura del avión “Manizales”, que se encontraba parqueado en la pista. Inmediatamente se produjo el incendio.

El estruendo de hierros, el sonido de la explosión y la fuerza de las llamas causaron pánico en el aeródromo.
La gente empezó a correr hacia las aeronaves. Entonces vieron cómo los pasajeros, los rostros descompuestos por el terror, golpeaban con las manos los vidrios de las ventanillas, pidiendo auxilio. En el accidente murieron diecisiete personas. El avión era pilotado por Ernesto Samper Mendoza.
Una cadena de oro grabada con su nombre, que llevaba en la muñeca de la mano derecha, permitió establecer la identidad de Carlos Gardel. También la blancura de sus dientes, y el pañuelo blanco grabado con las iniciales de su nombre que siempre sobresalía en el bolsillo del saco.
El cuerpo fue hallado inclinado sobre el costado izquierdo, cerca al puesto del piloto. Junto al cadáver brillaban las libras esterlinas que acostumbraba llevar. La acción inmediata de los bomberos de Medellín evitó que el cuerpo fuera consumido totalmente por el fuego. Por esta razón la región pectoral estaba levemente quemada. No así las falanges de sus dedos ni la parte blanda de la cara. En este accidente murió también Estanislao Zulueta Ferrer, padre del reconocido filosofo colombiano del mismo nombre.
El hombre de quien Julio Cortázar dijo: “cuando canta un tango su estilo expresa el sentimiento del pueblo que lo amó”, encontró la muerte en Medellín. Allí murió el hombre para darle vida al mito. Un mito que ha ido creciendo a medida que pasan los años.
Porque Carlos Gardel, con su pelo engominado, con su sonrisa brillante, con su sombrero alicaído, le dio identidad a la música argentina. Como Agustín Magaldi, supo llegar al corazón de la gente. Interpretó la angustia del hombre de las pampas, el drama de los cuchilleros, el dolor de las percantas, la soledad del arrabal y la alegría de ese Buenos Aires que tiene en la Calle Corrientes un monumento a su tradición milonguera.

José Zuleta Ortiz escribió que en el avión iba una caja con copias de El día que me quieras.

