Por Roberto Espinosa

Una vez más, el psiquiatra Nikolai Dahl hace balancear el péndulo. Al cabo de unos minutos, los pensamientos de Sergei se zambullen bajo la lluvia y las palabras del médico caen como hojas sobre sus párpados.
“Usted puede componer. Nada ni nadie lo puede detener. La música está resbalando ahora por sus manos, no la deje escapar…”
Con las sesiones de hipnosis y autosugestión, consigue escapar de la depresión y de la bebida, y alumbra el Concierto para piano Nº 2. Ocurre que tres años antes, una crítica de su lapidario colega César Cui sobre su Sinfonía Nº 1 le ha desmantelado la vida.
A partir de entonces la melancolía vivirá en sus bolsillos. Los aristócratas genes moldavos han encontrado continuidad en ese hombre nacido en Semyonovo el 1 de abril de 1873.

La música asalta su precocidad; el extravagante Nikolai Zverev se convierte en su maestro. Inicia a sus alumnos en la literatura, en el teatro y en los burdeles. Tchaikovsky es un ídolo, también un modelo a seguir.
Sergei tiene una memoria prodigiosa, es capaz de tocar una obra con apenas haberla escuchado una vez. Pese a sus condiciones pianísticas, él desea componer y alcanza los primeros triunfos juveniles con la ópera “Aleko” y el Preludio en Do sostenido menor que recorrerá el mundo y que luego no lo dejará en paz. Una amistad florece en la voz del bajo Fedor Chaliapin.

1902. El amor hacia su prima Natalie Satin se eterniza en el altar. Su Sinfonía Nº 2 despierta el asombro. Dirige la Ópera del Bolshoi y estrena en Estados Unidos su Concierto para piano en Re menor. Gustav Mahler lo dirige y se estremece de emoción.
1903. Acaba de interpretar obras del extinto Alexander Scriabin. Su tocayo Sergei Prokofiev va a saludarlo y lo felicita por la ejecución.
“¿Pensó que lo haría mal?”, responde con hosquedad, iniciando la enemistad.
La Revolución estalla y está sedienta de bienes terratenientes. Sergei desliza a su familia en los baúles y deambula por Estocolmo y Copenhague para desembarcar en Estados Unidos. Debe ganarse el pan como pianista, pero descubre que su repertorio es muy limitado porque hasta ese momento sólo ha interpretado su música.

El siglo XX ya olfatea que tiene en él a uno de los grandes pianistas. Desde su metro ochenta y cinco deja caer sus silencios. En las cenizas de su cigarrillo se asienta la “Rapsodia sobre un tema de Paganini”.
La leyenda crece en Beverly Hills (Los Ángeles). Serio. Disciplinado. A las 11, debe ensayar un concierto con Leopoldo Stokowski. Es puntual. El director está trabajando en una Sinfonía de Tchaikovsky. Sergei lo espera uninstante, se dirige al piano y en un alboroto de acordes le dice:
“El piano está aquí. Yo estoy aquí. Son las 11. Ensayemos”.
Graba varios discos, pero le huye a las transmisiones radiales:
“Para apreciar buena música uno debe estar mentalmente alerta y emocionalmente receptivo. Y no se puede estar en esas condiciones cuando uno está sentado en su casa con los pies apoyados en una silla. La ejecución del artista depende tanto del público que no me puedo imaginar tocando sin él”.
SerguÉi rajmÁninov
Detrás de la seriedad, desborda un corazón romántico. También un antiguo dolor:
“Existe una carga que quizás la edad haya puesto sobre mis hombros. Más pesada que ninguna otra, me era desconocida en mi juventud. Esta carga es la ausencia de mi patria”.
Está a pocos días de alcanzar los 70 años, pero el cáncer se lo va a impedir. El 28 de marzo de 1943 las manos rusas de Rachmaninov se extravían en la inmortalidad.

