Por Olivier Pascalin
En el crepúsculo de nuestra arrogancia, nos hemos erigido como los arquitectos de nuestra propia ruina.
Con manos que deberían haber acariciado la tierra, hemos arrancado sus entrañas, sedientos de un poder efímero que se desvanece entre los dedos.

La naturaleza, otrora nuestra madre nutricia, ahora gime bajo el peso de nuestras cicatrices, un testimonio silencioso de nuestra insensibilidad.
Nos hemos convertido en extraños en nuestro propio hogar, depredadores que devoran el futuro en un festín de codicia.
El canto de los pájaros se ahoga en el rugido de las máquinas, el susurro del viento se pierde en el estruendo de la ambición desmedida. Hemos olvidado el lenguaje de la tierra, el dialecto de los ríos y el susurro de los árboles.

¿Cómo podemos pretender educar a otros cuando ni siquiera podemos entendernos a nosotros mismos?
Nos hemos convertido en maestros de la hipocresía, predicando la armonía mientras sembramos la discordia. Nuestras palabras, vacías de empatía, resuenan como ecos huecos en un mundo que clama por acción.
La naturaleza, en su infinita paciencia, nos ha dado innumerables oportunidades para redimirnos. Pero hemos cerrado los ojos ante sus advertencias, sordos a sus súplicas.


Ahora, nos enfrentamos a las consecuencias de nuestra ceguera, un mundo donde el caos y la desolación amenazan con engullirnos.
Quizás, en el abismo de nuestra desesperación, encontremos la humildad para reconocer nuestra fragilidad.
Tal vez, en el silencio que sigue a la tormenta, podamos escuchar el latido de la tierra y redescubrir el lenguaje perdido del amor. Solo entonces, podremos aspirar a ser dignos guardianes de este hermoso y frágil planeta.

