Por Roberto Espinosa

2008. Montevideo. Mientras el taxi los conduce a un hotel de la ciudad vieja, unos versos parecen descolgarse de los árboles:
“Estuvimos juntos tanto tiempo/ mirándonos sintiéndonos buscándonos/ viajando por el mundo como intrusos/ o como galernas/ o como canoas/ cada uno en su sueño/ o ambos en el mismo…”
Edificios de imponente y añeja arquitectura ilustran la avenida 18 de Julio.
Las voces de Artigas, de Onetti, de Zitarrosa, de Viglietti beben en el aire montevideano.
Ha llegado junto a su hija con el deseo de conocerlo y, si es posible, de entrevistarlo. La apuesta es difícil, pero Ariel, el secretario, le ha dado una esperanza: tal vez los dioses y los médicos aprueben una charla. Una gastroenterocolitis ha ajado peligrosamente sus 87 setiembres.
El auto se detiene en Héctor Gutiérrez Ruiz al 1.200.
La elección del hotel ha sido azarosa. Una hora después de ese miércoles 20/2, descubrirá que la Zelmar Michelini, donde el vate habita, es la calle paralela a la del hospedaje y que él sólo vive a dos cuadras. Por la noche, pasean por la 18 de Julio, la avenida que evoca la jura de la Constitución de 1830. A 50 metros de la plaza Independencia, los sorprende un altivo edificio en semipenumbra.

“Es el palacio Salvo que fue construido en la década de 1920. En esa época, se llamaba palacios a los hoteles, ahora funcionan departamentos”, les dice un hombre.
“Fueron 60 años de saber y tenernos/ en los silencios como en los abrazos/ en los contactos o en la lejanía/ creando las congojas y el amor/ partiendo de la infancia/ en que nos descubrimos…”

En el hall del palacio Salvo, se enteran de que allí funcionaba antes La Giralda, donde Roberto Firpo estrenó en 1917 “La cumparsita”, del uruguayo Gerardo Matos Rodríguez. En un libro se entera de que Michelini, periodista y político, y Gutiérrez Ruiz, diputado, ambos orientales sin pelos en la lengua, han sido asesinados en 1976 en Buenos Aires. No es casual que el poeta, que se exilió huyendo de la muerte encapuchada, viva entonces en la calle Michelini.
Jueves 21/2. “¿Será posible verlo al troesma, Ariel?” “Difícil. Se acaba de ir el fisioterapeuta; ahora hay una ronda de médicos y a las 11, lo llevamos al hospital para control. Estuvo un mes internado y no puede caminar aún. Tal vez a la tarde o mañana”.
Alrededor de las 20, la plaza Fabini o del Entrevero es copada por actores ambulantes que deleitan a changuitos y grandes. En otro sector, los que ya han sobrepasado el medio siglo prueban sus habilidades en el dos por cuatro. Los artesanos pueblan la avenida principal; en la calle Tristán Narvaja, más de una veintena de librerías de usados seducen a los buscadores de incunables.

“Nunca hubo razones para pensar finales/ qué azar podía quitarnos ese premio/ ese vivir en paz en dos latidos…”
Viernes. “Hoy nos vamos, Ariel. ¿Lo veremos?” “Es difícil, esperá”, responde y tras una pausa, se escucha en el teléfono: “Hola, Espinosa, sé que viene de lejos. Quiero pedirle mil disculpas, pero este problema de salud me tiene mal. Tal vez en quince días, no lo sé, perdóneme…” En esa voz cansina y afectuosa, reposa la sombra de Luz López Alegre, que tras 60 años de buen amor, lo dejó en la balsa de la soledad. Hace pocos días el poeta ha tenido una nueva recaída.
“Antes de su final inmerecido/ Luz abrió por última vez sus ojos/ y su mirada fue una despedida…/ mi alma estará sola en su guarida…/ y así una noche llegaré en silencio/ al borde de mi último destino”, escribió Mario Benedetti.

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