Volviendo al pago…

Por Olivier Pascalin

Al abrir el sobre, mis ojos se llenaron de lágrimas. Un viaje a Europa. No podía creerlo. Medio siglo había pasado desde que había dejado atrás aquellas calles empedradas, aquellos cafés llenos de vida, aquellos rostros que tanto había amado.

Mi corazón latía con fuerza mientras leía el mensaje de mis ex alumnos. Un viaje para celebrar mi 70 cumpleaños, un regalo que jamás olvidaría.

Es verdad mis manos temblaron al abrir el sobre. Las palabras bailaban ante mis ojos, borrosas por la emoción. Un viaje a Europa. ¡Europa!

El continente que había marcado mi juventud, que había sido testigo de mis sueños, mis amores, mis fracasos y mis triunfos. No podía creerlo. Mis ex alumnos, aquellos jóvenes a los que había dedicado tantas horas de mi vida, me habían organizado este viaje como regalo de cumpleaños. Las lágrimas me nublaron la vista. Era como si el tiempo se hubiera detenido y me hubiera transportado de vuelta a aquellos años dorados.

El aroma del café me transporta a una mañana de primavera en París. Siento el calor de la taza entre mis manos, igual que aquella vez que conocí a Ilka, la madre de mis hijos, en el Café de Flore. Recuerdo su risa, su accento alemán ,el sonido de las hojas de los árboles meciendo en la brisa.

Ahora, sentado en una terraza similar en Roma, la vida parece haberse detenido. ¿Dónde estarán todas las jovencitas que conocí ahora?

La Ópera de París. El mismo escenario donde bailé tantas veces. Las luces se apagan, la música comienza. Siento la misma emoción que sentía cuando era joven, pero algo ha cambiado.

Ya no soy el bailarín lleno de energía, sino un espectador que contempla el paso del tiempo. Lloro como un niño titubeando en sus corridores, pero no bailo mas. Ni puedo desde el accidente y operación del quinto metatarso, el día que conocí a mi actual esposa argentina.

Volver a los lugares de nuestra infancia y juventud siempre despierta una mezcla de emociones, desde la nostalgia hasta la sorpresa.

El empedrado crujía bajo mis pies mientras descendía por las estrechas calles del Viejo Lyon. El olor a pan fresco y a especias me envolvió, despertando recuerdos adormecidos.

Aquí, en este laberinto de callejones, había sido abandonado cuando era apenas un niño. Mis pasos me llevaron hasta aquella plaza, la misma donde había pasado tantas horas solo, mirando a los transeúntes.

Cerré los ojos y pude sentir la misma sensación de desamparo que había experimentado entonces quizás no lo se, yo era solo un recien nacido… Pero ahora, algo había cambiado. La tristeza se había transformado en una profunda melancolía, una especie de añoranza por un tiempo que ya no volvería.

El funicular, que llamaba mis «Ficelle» ascendía lentamente, ofreciéndome una vista panorámica de la ciudad. Los tejados rojos se extendían hasta donde alcanzaba la vista, y el río Saona serpenteaba entre los edificios.

Me aferré a la barandilla mientras recordaba mi primera comunión. Había sido un día soleado, igual que este. Me quemé con la gran vela blanca. Había caminado por estas mismas calles, con mi traje blanco y mi corazón lleno de ilusión. La basílica se erguía majestuosa en la cima de la colina, como un faro en la noche.

Lucila mi esposa encendió una vela en un altar de la Basílica. Al llegar a la cima, me encontré frente a la imponente fachada. Entré en el templo y me dejé envolver por la atmósfera sagrada. El olor a incienso y la luz tenue de las velas crearon una atmósfera de recogimiento.

Me senté en un banco y cerré los ojos. Podía sentir la presencia de mi yo niño, inocente y lleno de esperanza. En ese momento, comprendí que el pasado era parte de mí, pero que no me definía. Yo había recorrido un largo camino desde entonces.

En la plaza, donde alguna vez fui dejado a mi suerte, me arrodillé. La fría piedra me recibió como un viejo amigo. Cerré los ojos y pude sentir el viento acariciando mi rostro, igual que aquel día.

El niño abandonado había muerto, pero el hombre que soy hoy había nacido de esas cenizas. La vida me había dado una segunda oportunidad, y yo la había aprovechado al máximo. En ese momento, comprendí que el pasado no podía cambiarse, pero sí la forma en que lo recordaba.

Al subir los escalones de la basílica, sentía como si estuviera ascendiendo hacia la luz. Cada escalón era un paso más hacia la redención, hacia la reconciliación con mi pasado. Al llegar al altar, elevé una plegaria. No pedí nada, simplemente agradecí. Agradecí por la vida, por la oportunidad de amar y de ser amado por una maravillosa mujer, Lucila.

Siena. La basílica de San Francisco de Asís. Al cruzar el umbral, sentí una oleada de paz que me invadió por completo. Era como si el tiempo se hubiera detenido y yo me encontrara en un lugar sagrado. Los frescos de Giotto me contaban historias de amor, de humildad y de esperanza. En cada pincelada, reconocía fragmentos de mi propia historia.

Al igual que San Francisco, yo había sido abandonado, pero también había encontrado mi camino. En este lugar, rodeado de belleza y espiritualidad, comprendí que la vida es un ciclo eterno de muerte y renacimiento.

En ambos lugares, en Lyon y en Siena, sentí una profunda conexión con algo más grande que yo. Una fuerza invisible que me unía a todos los seres humanos. La basílica de San Francisco de Asís era como un abrazo maternal, un lugar donde podía encontrar refugio y consuelo. Me di cuenta de que no estaba solo, que formaba parte de algo más grande que la vida misma.

Santuario de San Asís en Italia

El azul de la bóveda celestial se derramó sobre mí, envolviéndome en una cálida luz. En ese instante, comprendí la profundidad de mis propias transformaciones. Cada pérdida, cada dolor, había sido una muerte que me había dado paso a una nueva vida.

Como el fénix que renace de sus cenizas, yo había surgido más fuerte y más sabio de cada experiencia. En ese momento, sentí una profunda conexión con San Francisco de Asís, un hombre que había abrazado la pobreza y la humildad, encontrando en la naturaleza y en la espiritualidad la verdadera riqueza. Yo lo hice en la selva de Coba, Yucatán durante una decada.

El azul de Siena me unió al vasto océano de la existencia. En ese momento, sentí que formaba parte de algo más grande que yo, que estaba conectado con todos los seres vivos y con el universo mismo. Era como si hubiera encontrado mi lugar en el mundo, un lugar de paz y de armonía tal como en Coba.

El silencio, incluso en medio del bullicio, puede ser un espacio sagrado para la conexión y la reflexión.

El silencio se cernía sobre nosotros como una manta cálida. Ciento cincuenta personas formaban una fila india que serpenteaba por la plaza, pero en ese momento, solo existíamos Lucila y yo.

El aroma a café recién hecho se mezclaba con el perfume de las flores de los balcones. Tomé su mano y la entrelacé con la mía. Sin necesidad de palabras, nos comunicábamos con la mirada. Recordé aquel verano en la playa, cuando éramos niños y construíamos castillos de arena. La vida había cambiado mucho desde entonces, pero nuestro amor seguía siendo tan fuerte.

En ese instante, el tiempo se detuvo. Los minutos se convirtieron en horas, y las horas en días. La fila india parecía interminable, pero no me importaba. Me encontraba en un estado de perfecta calma, disfrutando de la compañía de Lucila. Era como si estuviéramos flotando en un mar de tranquilidad.

Desde las alturas andinas hasta las playas turcas, desde las selvas ecuatorianas hasta los desiertos de Senegal, he llevado conmigo la llama de mi búsqueda. En cada paso, en cada encuentro, he sentido cómo mi estrella brillaba un poco más. Junto a Lucila, hemos construido un mapa de nuestra alma, un mapa que nos guía hacia un destino aún desconocido.

En cada lugar, hemos dejado un pedazo de nuestro corazón, y a cambio, hemos recibido un tesoro incalculable: la experiencia de ser humanos.

Ecuador, México, Senegal, las Islas Canarias, las Galápagos y Turquía. Seis puntos en un mapa, pero para mí son mucho más que eso. Son los eslabones de una cadena que me conecta con el universo. En cada uno de estos lugares, he sentido la pulsación de la vida, la energía que nos une a todos los seres vivos. Y en cada encuentro, he reafirmado mi creencia en la humanidad.

Regreso con el corazón lleno de aventuras y la mente abierta a nuevas experiencias. Un recorrido por el mundo, un viaje hacia mi interior.

Dejé mi huella en cada rincón del mundo, y el mundo dejó su huella en mí. Mi alma, un peregrino eterno, ha encontrado su camino en cada amanecer.

He coleccionado momentos, como conchas en la orilla, para recordar siempre este viaje inolvidable. Junto a Lucila, he descubierto un mundo nuevo en cada esquina.

Con ella, cada aventura se convierte en un recuerdo imborrable.

Publicado por oberlus1954

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