Cuchicheando…

Por Roberto Espinosa

Como te iba diciendo, en la soledad del silencio rueda una metáfora de vino. Se encienden de coplas los párpados de la noche. Lágrimas de corzuelas adelgazan la pena. Los brazos del piano se abren en un silbido de zamba. Ahí parecía sentirse a sus anchas. Es uno de los nuestros. Le gusta mezclarse en el rancherío con su hermano de trapacerías. Te juro que te voy a decir la verdad… hasta el cerro San Bernardo, pero qué digo, hasta Cachi se oía la carcajada cuando nos miraba apedrear el techo para que salieran la viejas asustadas o esperábamos que ellas se fueran de la cocina para echarle un cacho de sal al guiso, ¡vea, pura salmuera quedaba!

Está prontuariado desde changuito, así que no es difícil que las zorrerías se disparen por las hendijas de la infancia. Su abuelo lo inscribe en la vida con un apodo que hace camino al andar y también al tomar. Esa armónica que le ponen en las manos como premio por haberse curado de la barriga le templa las alitas para imitar esos sones de El Barbero de Sevilla, que su tata orejea en el piano. Y en ese altillo paterno, deshojan las alegrías y tristezas de Mozart  y Palestrina. La pajarera de su mama le anega de canto los sentidos. 

1917. Salta. Las coplas se encienden de grillos ese 29 de septiembre. Un pañuelo arrulla una zamba, Juegan a la rayuela los remolinos en el insomnio de la puna. Puro alboroto es la cofradía. Hace tiempo que no nace uno. La pluma del destino dibuja una risa. El laurel saludará al viento. Dos caminos se dibujan en cada palma. “¿Ser o no ser? ¿O ser dos al unísono? Si la mano derecha hace y la zurda sueña, ¿será que andaré partido en dos?”. Vaya uno a saber, capaz que eso se preguntaba cuando ya chango más grande y el estudio de las leyes lo lleva a La Plata. Pero se siente incompleto. En un coro aletea el entusiasmo. La música se le cuela en la marota. La intuición es buena pero no le alcanza para ser Ravel. No le da el cuero para componer. Manotea el saber de los maestros. Algunos sacudones de amor le entretienen el corazón juvenil.

“Noche desesperadamente enfurecida, de cerros y lluvias. Cuánto demoré en pronunciar el beso que no logró alcanzarte. Habías aprendido del viento a huir de mis manos buscadoras. Y te dormiste con el sueño de todas las mujeres, que se dejan amar como las rosas”

Gustavo Leguizamón

Quizás en el ‘42 brota un gajo de su alma. “¿Con cuál mano querés que te pegue?”, le dice el crédito de Cerrillos. “¡Con las dos!”, le responde. Desde entonces, el vino y la poesía mojan la hermandad. La chanza y la risa colgadas de la barba laten en ese abrazo de coplas y piano.

“Mi pena y tu lento recuerdo, porque no me quieres se quieren ya. Mi pena le da sus penas y tu recuerdo su soledad. Mi voz y la tuya, perdidas, se van al olvido para el ayer…”

Manuel Castilla

Otro hermano del vino se cobija en la copa del silencio: “Yo soy ese cantor nacido en el carnaval minero de la noche traigo la estrella de cuarzo de Culampajá. La zamba de los mineros tiene solo dos caminos morir el sueño del oro, vivir el sueño del vino…”, dice Jaime Dávalos. 

El humo del asado silba un dúo en lo de Hugo Riera, el hijo de Juan el panadero. Dos voces le soplan travesuras. Un contrapunto de acordes y silencios repiquetea en sus pensamientos. ¿Te imaginás el bochinche de ideas que desbordó el vaso? No era para menos.

El Chacho Echenique y el Patricio Jiménez se trepan a su imaginación. Desdoblan las alturas del corazón en cada vuelo de chacarera o zamba. Zigzaguean los precipicios del canto. Un gesto de baguala insubordina el silencio.

Un aroma a laurel respira en un guisito mendocino. Las comidas oflan una cantata. El tuco baña un sol de muchacha y arena en las metáforas de Tejada Gómez y le gusta saber que un aroma a laurel le llenó de rocío el olvido. Un pedazo de país se emociona. El corazón le resbala ahora por el pecho: “Todos dicen que te vieron en la tempestad del llanto, solo como una estrella de invierno tiritando azul en el rescoldo… Como te conoce el vino tibio corazón, puño del alma gajo de sangre y destino combatida luz enamorada”. 

Las locomotoras insomnian su creatividad. Por los campanarios tucumanos danza la Zamba de Vargas. Un jadeo en preludio se ejercita en una orquesta. Los sueños de traen resplandores del Goethe, el Beethoven, la Billie Holiday, el Ellington… La picardía del viejo Satie se encarama en el espejo de una zamba. Coplas de un caballo que se muere, cartas de amor que se queman, encienden su melancolía.

“Inés por los bambúes anda sola como una dalia, su cabello dorado lo lleva el agua. No sabe que la tarde es una rosa, ay, deshojada, ni que es como una flor alejada. Y cuando toca el musgo en los nogales, ella tan suave, en sus ojos el cielo que se distrae”, le dicta la noche. Parado en el ombligo del viento, grita las iniquidades que le hacen al pueblo: “Amalaya la justicia, vidita los abogados, cuando la ley nace sorda, no la compone ni el diablo…” Las coplas le amotinan la indignación; “Pobrecito tata Dios ni siquiera cantar sabe, sin sentimientos ni sueños no tiene dios que lo ampare…”

Arisco como chingolo trampeado de grande, se agazapa en su silbido el secreto de las alas. Se para en el ombligo de la plaza Urquiza. Cierra los ojos. Silencio. Comienza a silbar hasta convertirse paulatinamente en una suerte de “chalchalero tucumanensis”. A los pocos minutos los pájaros lo rodean. Se le suben a los zapatos. Los más osados se posan en los hombros. En la cabeza, abriéndole surcos en la gomina. Una Babel de trinos y alados saltimbanquis escandalizan el mediodía.

“Ahora nos vamos a divertir un poco”, dice. Empieza a silbar un tono más bajo. El desconcierto se apodera de la turba emplumada, mientras le sobrevienen arcadas de risa. Un hechizo de coplas se le entrevera en el piano. “Si te consuela y te miente, esa zamba es tucumana”

Miguel Ángel Pérez.

A veces la melancolía es un resuello de soledad, si lo sabremos nosotros. “Adónde vas olvido que no te pueden parar. Mujeres asustadas te llaman en mis ventanas  cuando sus sollozos queman la sal. Mujeres asustadas te llaman en mis ventanas llorando siempre al cantar. Para qué este afán de perfeccionarte alma si al final tendré que entregarte a la nada. Vuela mi sangre en la vida sedienta de luz, lamiendo su herida. Vuela mi muerte más allá, rota, cansada de andar…”, escribe.

Su memoria se hunde lentamente en los pantanos de la nada. Bajo el azote del sol, borrachitos de coplas van sus ojos perdidos. Letanías aveloriadas de romero y albahaca le pensamientan el olvido. Varios años antes, en la salamanca de la cofradía, ha escrito su final en el vestido de una zamba:

“Me voy quedando solo lejos del cielo y el tiempo, entre huellas desoladas sin mujeres y sin perros que huelan los rastros por donde transitan los sueños… No me arrepiento de nada, el bien y el mal son olvidos, estuches del aire que guardan la pena y el grito. Me voy quedando libre sin arribos ni regresos. Está sobrando mi alma para cantarle a los huesos…”

2000. Ecos de silencio rebotan en la soledad. La noche silba un pensamiento de bienbec. Ese 27 de septiembre, a la sombra del lucero, hemos amontonado las penas en una cueva para recibirlo con alegría.

“Su libertad es un grillo silbando chacareras… hay amores extraviados que sus sueños pestañean… coquea su tiempo inventando un sentimiento… el olvido es su memoria, un acorde de la muerte»

Rolando Valladares, Roberto Espinosa

Cuando silbe la vida en la muerte una zamba lo recordará. Al Cuchi Leguizamón su carcajada el diablo le ha de envidiar.

Publicado por Juana Manuela

Empresa destinada a la publicación de textos de difernetes géneros literarios, como así también a la difusión de nuestra cultura latinoamericana.

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