Por Jorge Triviño Rincón

Wolfang Amadeus Mozart, acababa de vivir una de las experiencias más sublimes que mortal alguno pudiera sentir en el templo de la logia masónica.
Aquellas dos columnas que lo sostenían, llevaban grabadas las letras: IOD y HE, principios supremos—; el cielo y la esencia de todo cuanto existe—, quedando grabadas en su memoria.
Todo aquello parecía un sueño, una visión mágica, trascendental. Aún sentía que su alma había tocado la gloria, y con ello había vislumbrado la perfección con la iluminación interior.
La lámpara divina había dejado en él, la sensación de haber percibido una luz distinta a cuantas había visto en el mundo, una luz más intensa; una luz que brotaba de él, pero que iluminaba su cuarto profusamente.

Un momento de arrobamiento y gracia que parecía eterno. Todo brillaba, todo fluía. Aún parecían resonar las palabras del maestro en las paredes y en sus poros.
— ¡Que la luz sea contigo!
¿Dónde había oído antes aquella voz tan mágica y tan poderosa? —Se preguntó.
Un sentimiento de gratitud, brotó desde el fondo de su corazón hacia aquellos seres que le habían abierto las puertas del templo de la sabiduría.

Todo giraba en torbellinos alucinantes. La noción temporal había desaparecido. Era un eterno ahora, un flujo incesante desde el cual se proyectaba su alma como un crisol de cristal de infinitas caras.
Todo flotaba, levitaba, pero el gesto santo del oficiante, parecía ahora en su memoria sereno y calmado, acompañado de huestes angelicales, compenetrando sus auras radiantes.
— ¡Que la luz sea contigo! —. Repitió y un rayo de luz descendió desde su coronilla, bañándole y vivificando cada uno de sus poros y de sus músculos tonificándolos.
Todo fue encantador y alucinante. Oyó voces desde los cuatro costados de la tierra.
— ¡Aleluya! ¡Aleluya! ¡Aleluya!
Un sentido de plenitud llenó su alma de goce.
— ¡Que la luz sea contigo! —. Volvió a decir el maestro mirándole con amor fraterno.

¡Ah! Cuánto había esperado aquel momento, con cuántas ansias, con cuánto anhelo y ahora, cuánta dicha sentía.
Caminó por el cuarto, aún encendido de aquella luz, recordando una y otra vez la ceremonia.
Recostó su cuerpo en la cama, alucinado aún. Todo parecía girar en torbellinos, lo cual le hizo dormir.
El alba, colmada de cantos de pájaros y el vuelo de las golondrinas, le despertaron de su letargo.
Tomó su pluma y empezó a escribir la obra: “La flauta mágica” con enconado tesón.
La tarde lo sorprendió frente al papel lleno de notas y el cielo purpurino, habitado por voces de hadas y de salamandras.


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