Por Jorge Triviño Rincón

«Nacido en los abismos insondables del Espacio, del elemento homogéneo llamado el Alma del Mundo, cada núcleo de materia cósmica, lanzado súbitamente a la existencia, comienza su vida bajo las circunstancias más hostiles. Al través de una serie de épocas innumerables, tiene que conquistar POR SÍ MISMO UN LUGAR EN LOS INFINITOS. Circula alrededor, entre cuerpos más densos y ya fijos, moviéndose por impulsos súbitos; diríjese hacia algún punto dado o centro que le atrae, tratando de evitar, a manera de buque metido en un estrecho cuajado de arrecifes y escollos, otros cuerpos que a su vez le atraen y le repelen. Muchos perecen, desintegrándose sus masas en el seno de otras más potentes y principalmente en las simas insaciables de los Soles diversos, cuando nacen dentro de un sistema. Los que se mueven más lentamente y son impelidos en una trayectoria elíptica, están condenados a la aniquilación más pronto o más tarde. Otros, moviéndose en curvas parabólicas escapan generalmente a la destrucción.»
MADAME BLAVATSKY
Este precioso texto, dado por la gran teósofa, muestra con claridad la forma de actuación de la ley magna y extraordinaria que acontece en el plano sideral, como en el microcosmos hombre. Según la ley de correspondencia «TAL COMO ES ABAJO, ES ARRIBA», aplicada en los minerales, en las plantas, en los animales y en el ser humano, también acontece; y si no, observad en el reino base de los demás; cómo luchan por manifestarse o surgir a la luz los minerales que se hallan enclavados en las profundidades más oscuras de la tierra. Cada uno desea servir a la magna obra del ABSOLUTO.
En todos los reinos de la naturaleza, desde la misma base de la materia, compuesta por elementos minerales, se puede concluir, que ellos sufren las mismas ansias, los mismos deseos y las mismas angustias que los vegetales, animales y los seres humanos.
Todo grita en el fondo que quiere ser parte del crecimiento, que quiere ver la luz y brillar con luz propia.
Investigaciones rigurosas hechas por científicos audaces, comprueban los hechos y leyes espirituales, como veremos claramente, con respecto a los minerales:
«Esta voluntad metálica, el alma misma del metal, queda claramente puesta en evidencia en uno de los hermosos experimentos hechos por Ch. Ed. Guillaume. Una barra de acero calibrado es sometida a una tracción continua y progresiva cuya potencia se registra con ayuda del dinamógrafo. Cuando la barra va a ceder, manifiesta un estrangulamiento cuyo lugar exacto se fija. Se detiene la extensión y la barra vuelve a sus dimensiones primitivas. Luego, se reanuda el experimento. Esta vez el estrangulamiento se produce en un punto distinto al primero. Prosiguiendo la misma técnica, se advierte que todos los puntos han sido experimentados sucesivamente y que han ido cediendo, uno tras otro, a la misma tracción. Pero si se calibra una última vez la barra de acero, reanudando el experimento por el principio, se advierte que es preciso emplear una fuerza muy superior a la primera para provocar la aparición de los síntomas de ruptura.
Ch. Ed. Guillaume
Ch. Ed. Guillaume concluye de estos ensayos, con mucha razón, que el metal se ha comportado como lo hubiera hecho un cuerpo orgánico: ha reforzado sucesivamente todas sus partes débiles y aumentado a propósito su coherencia para defender su integridad amenazada.»[1]
Si observamos el reino vegetal, hallaremos análogos procederes.
«Quiero simplemente recordar aquí algunos hechos conocidos de todos los botánicos. No he hecho ningún descubrimiento, y mi modesta aportación se reduce a algunas observaciones elementales. No tengo, inútil es decirlo, la intención de pasar revista a todas las pruebas de inteligencia que nos dan las plantas. Estas pruebas son innumerables, continuas sobre todo entre las flores en que se concentra el esfuerzo de la vida vegetal hacia la luz y hacia el espíritu.
Si se encuentran plantas y flores torpes o desgraciadas, no las hay que se hallen enteramente desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad. Todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en él hasta el infinito la forma de existencia que representan. Para legar a ese fin, tienen que vencer, a causa de la ley que las encadena al suelo, dificultades mucho mayores que las que se oponen a la multiplicación de los animales. Así es que la mayor parte de ellas recurren a astucias y combinaciones, a asechanzas, que, en punto a balística, aviación y observación de los insectos, precedieron con frecuencia a las invenciones y a los conocimientos del hombre.

Sería superfluo trazar el cuadro de los grandes sistemas de fecundación floral: en juego de los estambres y del pistilo, la seducción de los perfumes, la atracción de los colores harmoniosos y brillantes, la elaboración del néctar, absolutamente inútil para la flor y que ésta no fabrica sino para atraer y retener al libertador extraño, al mensajero de amor, abejorro, abeja, mosca, mariposa, o falena que debe traerle el beso del amante lejano, invisible, inmóvil.
Ese mundo vegetal que vemos tan tranquilo, tan resignado, en que todo parece aceptación, silencio obediencia recogimiento, es por el contrario aquel en que la rebelión contra el destino es la más vehemente y la más obstinada. El órgano esencial, el órgano nutricio de la planta, su raíz, la sujeta indisolublemente al suelo. Si es difícil descubrir, entre las grandes leyes que nos agobian, la que más pesa sobre nuestros hombros, respecto a la planta, no hay duda: es la que condena a la inmovilidad desde que nace hasta que muere. Así es que sabe mejor que nosotros, que dispersamos nuestros esfuerzos, contra qué rebelarse ante todo. Y la energía de su idea fija que sube de sus tinieblas de sus raíces para organizarse, y manifestarse en la luz de su flor es un espectáculo incomparable. Tiende toda entera a un mismo fin: escapar por arriba a la fatalidad de abajo; eludir, quebrantar la pesada y sombría ley, libertarse, romper la estrecha esfera, inventar o invocar alas, evadirse lo más lejano posible, vencer el espacio en que el destino la encierra, acercarse a otro reino, penetrar en un mundo moviente y animado.
¿No es tan sorprendente que lo consiga como si nosotros lográsemos vivir fuera del tiempo que otro destino nos señala, o introducirnos en un universo eximido de las leyes más pesadas de la materia? Veremos que la flor da al hombre un prodigioso ejemplo de insumisión, de valor, de perseverancia y de ingeniosidad. Si hubiésemos desplegado en levantar diversas necesidades que nos abruman, por ejemplo las del dolor, de la vejez y de la muerte, la mitad de la energía que ha desplegado tal o cual pequeña flor de nuestros jardines, es de creer que nuestra suerte sería muy diferente de lo que es.
Esa necesidad de movimiento, ese apetito de espacio, en la mayor parte de las plantas, se manifiesta a la vez en la flor y en el fruto; o, en todo caso, no revela en él más que una experiencia, una previsión más compleja. Al revés de lo que sucede en el reino animal, y a causa de la terrible ley de inmovilidad absoluta, el primero y peor enemigo de la semilla es el troco paterno. Nos encontramos en un mundo extraño, en que los padres, incapaces de cambiar de sitio, saben que están condenados a matar de hambre o ahogar a sus vástagos. Toda semilla que cae al pie del árbol o de la planta es perdida o germinará en la miseria. De ahí, el inmenso esfuerzo para sacudir el yugo y conquistar el espacio. De ahí los maravillosos sistemas de diseminación, de propulsión, de aviación, que en todas partes encontramos en el bosque y en el llano, entre ellos, por no citar de paso más que algunos de los más curiosos: la hélice aérea o sámara del Arce, la bráctea del Tilo, la máquina de cernerse del Cardo, del Amargón y del Salsifí; los resortes explosivos del Euforbio; la extraordinaria pera surtidora de la Momórdica; y mil otros mecanismos inesperados y asombrosos, pues puede decirse que no hay semilla que no haya inventado algún procedimiento particular para evadirse de la sombra materna.

El que no haya practicado un poco de Botánica no puede creer el gasto de imaginación y de ingenio que se hace en esa verdura que regocija nuestros ojos. Mirad, por ejemplo, la bonita olla de semilla de la Anagálide roja, las cinco cápsulas con disparador de Geranio, etc. No dejéis de examinar, si tenéis ocasión de hacerlo, la vulgar cabeza de Adormidera que se encuentra en todas las herboristerías. Hay en esa buena cabeza una prudencia y una previsión digna de mayores elogios. Se sabe que encierra millares de semillas negras sumamente pequeñas. Tratase de diseminar esa semilla lo más hábilmente y lo más lejos posible. Si la cápsula que la contiene, se agrietase, cayese o se abriese por debajo, el precioso polvo negro no formaría más que un montón inútil al pie del tallo. Pero no puede salir sino por aberturas practicadas encima de la cáscara. Esta, una vez madura, se inclina sobre su pedúnculo, «inciensa» al menor soplo de aire y siembra, literalmente, con el gesto mismo del sembrador, la semilla en el espacio.
¿Hablaré de las semillas que prevén su diseminación por los pájaros y que, para tentarlos, se acurrucan, como el Muérdago, el Enebro, el Serbal, etc., en el envoltorio de azucarado? Hay tal razonamiento, tal inteligencia de las causas finales, que no se atreve uno a insistir por temor de renovar los cándidos errores de Bernardino Saint-Pierre. Sin embargo, los hechos no se explican de otra manera. El envoltorio azucarado es tan inútil para la semilla como el néctar, que atrae a las abejas, lo es para la flor. El pájaro se come el fruto porque es dulce y se traga al mismo tiempo la semilla que es indigestible. El pájaro vuela y devuelve poco después, tal como la recibió, la semilla desembarazada de su vaina y dispuesta a germinar lejos de los peligros del lugar natal».

«Recordad los magníficos esfuerzos hacia la luz de las ramas contrariadas, o la ingeniosa y valiente lucha de los árboles en peligro. Yo no olvidaré nunca el admirable ejemplo de heroísmo que me daba el otro día en Provenza, en las agrestes y deliciosas gargantas de lobo embalsamadas de violetas, un enorme Laurel centenario. Se leía fácilmente en su tronco atormentado y por decirlo así, convulsivo, todo el drama de su vida tenaz y difícil. Un pájaro o el viento, dueños de los destinos, habían llevado la semilla al flanco de una roca que caía perpendicularmente como una cortina de hierro; y el árbol había nacido allí, a doscientos metros sobre el torrente, inaccesible y solitario, entre las piedras ardientes y estériles.
m. MAETERLINCK
Durante las primeras horas, había enviado las ciegas raíces a la larga y penosa busca del agua precaria y del humus. Pero eso no era más que el cuidado hereditario de una especie que conoce la aridez del mediodía. El joven tronco tenía que resolver un problema más grave e inesperado: partía de un plano vertical, de modo que su cima, en vez de subir hacia el cielo, se inclinaba sobre el abismo. Había sido pues necesario, a pesar del creciente peso de las ramas, corregir el primer impulso, acodillar tenazmente, ras con ras de la roca, el tronco desconcertado y mantener así —como un nadador que echa hacia atrás la cabeza—, con una voluntad, una tensión y una contracción incesantes, derecha y erguida en el aire, la pesada y frondosa corona de hojas.
Desde entonces, en torno de ese nudo vital, se habían concentrado todas las preocupaciones, toda la energía consciente y libre de la planta. El codo monstruoso hipertrofiado, revelaba una por una las inquietudes sucesivas de una especie de pensamiento que sabía aprovecharse de los avisos que le daban las lluvias y las tempestades. De año en año, se hacía más pesada la copa del follaje, sin más cuidado que el de desarrollarse en la luz y el calor, mientras que un cancro obscuro roía profundamente el brazo trágico que la sostenía en el espacio. Entonces, obedeciendo a no sé qué orden del instinto, dos sólidas raíces, dos cables velludos, salidos del tronco a más de dos pies por encima del codo, habían amarrado este a la pared de granito. ¿Habían sido realmente evocados por el apuro, o esperaban, quizá previsores, doblar su auxilio? ¿No era más que una feliz casualidad? ¿Qué ojo humano asistirá jamás a esos dramas mudos y demasiado largos para nuestra pequeña vida?»[2]
Y en cuanto a las flores, de nuevo plantea el mismo autor:
«Diríase que las ideas acuden a las flores de la misma manera que nos ocurre a nosotros.
m. MAETERLINCK
Tantean en la misma obscuridad, encuentran los mismos obstáculos, la misma mala voluntad, en el mismo desconocimiento.
Conocen las mismas leyes, las mismas decepciones, los mismos triunfos lentos y difíciles. Parece que tienen la misma paciencia, nuestra perseverancia, nuestro amor propio; la misma esperanza y el mismo ideal. Luchan como nosotros, contra una gran fuerza indiferente que acaba por ayudarlas.»
Se podrían citar otros ejemplos sobre los vegetales; la lucha que sostienen con los elementos para alejarse del seno materno y así crecer libres y fuertes sin las limitaciones y ataduras; el ingenio que muestran para ser polinizadas por insectos de variadas formas y tamaños y hasta la forma de escapar del dominio de la planta que surgieron; a través del viento, mediante sistemas diversos, adoptando formas aerodinámicas para surcar el aire o a través del agua o haciendo uso de procedimientos análogos o semejantes a los insectos.
En los animales, el hecho es evidente en los primates, donde el territorio es marcado y defendido con ahínco.
Pero no basta contentarnos con unos pocos ejemplos, ya que esta ley soberana, impele a todos los seres, sin excepción alguna a que luchen por su supervivencia, pues es muy clara la lucha entablada entre insectos como hormigas y termitas, por el control territorial y por el gobierno de sus súbditos, la enconada batalla entre las abejas y los avispones, aun cuando la superioridad de tamaño, implique para tal enfrentamiento, supusiera quién resultaría vencedor, ésta es ganada al final por los más pequeños, a causa de su cantidad y capacidad de trabajo.

Los animales de la selva, también combaten con las disposiciones climáticas más adversas y en manadas, pelean contra los depredadores naturales en circunstancias muchas veces adversas.
Es bien conocido que algunos, para sobrevivir ante los medios, demuestran una inteligencia bastante desarrollada, lo cual prueba que algunos empiezan a adquirir cualidades semejantes a las de los seres humanos, lo cual les ha permitido permanecer cerca, o al menos, alejados de los cazadores, que solo buscan beneficios económicos, pero que carecen de sensibilidad para con este precioso reino de la naturaleza.
La pugna en los elementos, es prueba fehaciente que cada ser desea permanecer durante el mayor tiempo posible, para adquirir experiencia y conocimiento acerca de su entorno.
En los felinos como el tigre, la ley de la lucha es bastante acentuada y fácil de inferir. Si observamos su actuación en los seres humanos; por donde quiera que observemos, notamos la lucha tenaz con los elementos para lograr los fines buscados por él para la construcción de civilizaciones y de nuevos asentamientos para la sociedad o vida comunitaria.

Si deseáramos conocer la acción de éste principio en el interior de sus corazones, la lucha entre los elementos anímicos, es más considerable para el logro del ideal.
¡Loor a esta formidable ley que permite el avance paulatino, lento, y seguro en el camino de la realización de la divinidad subyacente en cada criatura del universo!
[1] FULCANELLI. Las Moradas Filosofales. Págs.115 y 116
[2] MAETERLINCK, Mauricio. La Inteligencia de Las Flores. Páginas 5-9 y 12-14
