Por Jorge Triviño Rincón

«Os hablo de la amistad desinteresada que une dos
seres para su apoyo mutuo en los tropiezos frecuentes
de la vida y en el culto a los propios ideales»
LUIS LÓPEZ DE MESA
El firmamento, bruñido de azul tornasol y blanco marfil, cubre la faz imperturbable de la tierra, mientras el rocío reposa en la intimidad de las corolas de las flores e incrustado en los ápices de hojas y coronando pastos, tréboles, acederas y amapolas.
Entre las malvas y helechos rubicundos, el viajero, descubre bajo un añejo guarumo a Marcelo Puercoespín, en actitud de reposo y vocifera con vigor:
—¡Buenos días!
—¡Buenos días, amigo!
La palabra amigo, sonó en los oídos de la errante como sagrada música. Era como aroma de alhelíes y como vuelo de gaviotas. Era cual respiro de paz para su alma y como panacea espiritual.
—Los selectos Espíritus que aman al amigo —afloró a los labios de Ricardo— sienten la amistad como el sonido misterioso de una roldana, como el tamborileo de una tribu lejana, como el aroma misterioso de la mirra, como una antorcha que se enciende en nuestro interior y como la gruta cerrada que se abre para mostrarnos la luz esplendorosa del Alma del amigo.
La dorada copa del corazón, rebosa de ignota dulzura ante el sentimiento de fraternidad que con amor acunamos.
El aire saturado de fragancias florales, se pigmentó de tonos granates, de rosados mates y encendidos lilas.
—La amistad emana del corazón de los seres…, es una refrescante brisa o un calor primaveral entre dos Almas afines y armónicas —asintió Ricardo Caracol.
CAPÍTULO VII – LOS VELOS
“Y en todos los grados de la creación, cada cosa es vestimenta de otra. Todo sirve de envoltura a algo superior”
D. GRAD.

El cielo azulino, se cubrió de nubes cenicientas que se vistieron de carmín, de rosa, de índigo y de blanco purísimo.
Marcelo Puercoespín y Ricardo Caracol, estuvieron durante mucho tiempo platicando sobre Dios y la Naturaleza y en una de esas ocasiones, Ricardo le planteó:
—Amigo Marcelo, he descubierto al verte a ti y a mí, que nuestras pieles endurecidas conservan las entrañas. Las entrañas protegen nuestros tiernos corazones y nuestros corazones, intiman la luz del Alma. La espina vela a la rosa y la rosa custodia el perfume. La materia conserva a la Vida, la Vida atesora un secreto y el secreto preserva a Dios.
Nuestra piel, delicada membrana, guarda a la sangre, y la sangre oculta a la bella durmiente.
Así como la cáscara del huevo defiende a una delicada tela; la tela resguarda a la clara y a la yema; ellas atesoran el fuego de la Vida en tan precioso cofre.
Todo, encierra en su corazón el milagro Divino, la esencia espirituosa: El Alma vibrátil.
Un vilano de diente de León, flota impulsado por el hálito cálido del aire, mientras ambos se miran pensativos y emprenden su camino en distintas direcciones.

CAPÍTULO VIII – BELLEZA
“Convierte a la belleza en tu religión y adórala como si fuese tu diosa, porque es la obra visible manifiesta y perfecta de las manos de Dios”
JALIL GIBRÁN

El sol, se va opacando con suavidad tras las montañas violáceas y un sobrio sereno, emprende su marcha por los confines del bosque. La quietud como mágico impulso, emerge desde el corazón de la tierra fresca y penetra en la interioridad del aire. Una bandada de garzas nevadas vuela en formación de saeta y el fíat de los grillos resuena en la atmósfera en la noche cordial.
Las Almas de los seres, penetran en la hondura de la oscuridad, en el magro deleite de la humedad y de la paz.
Un sentido de calma y bienestar fluyó del corazón enternecido de Ricardo, mientras Adolfo Colibrí, mecía su cuerpo en una rama de un arbusto de fucsia.
—Ricardo: Es bello el campo, ¿verdad? —Dijo llamando su atención.
—Es hermoso ¡Cuán hermoso es!
—La belleza —indicó el pájaro— es la prueba irrefutable de la existencia de Dios, de su consciencia, de su equilibrio matemático y de su hondo sentido de concordancia.
Si observas a las flores de calabazas y batatillas, verás copias de estrellas en sus corolas y si te detienes a mirar a los girasoles y a los botones de oro, reconocerás en el círculo llameado, la semejanza del sol.
Los estambres, como centinelas dorados, guardan el eterno himen de la vida vegetal en tan precioso verticilo, mientras los verdes cálices contienen el zumo edulcorante y Divino y procreador en sus copas. Y si miras la infinita variedad de hojas encontrarás acorazonadas, en formas de lengüeta, de aguja, de cuña, de flecha, de lanza y de óvalo.
¡Y si contemplas hacia arriba a las estrellas que comienzan a brotar del manantial del cielo, como ahora, el alma nuestra se ensancha y estremece! Es como ver nacer todas las noches a millares de estrellas desde el seno misterioso del Universo…
La variedad, es quien hace que tu corazón vibre y expanda su sentir a través de tus poros y es la que sorprende a tu imaginación y a tu razón.

¡Ah! La belleza es el encanto, es la fascinación, es el arrobamiento, es la dulzura, es la gracia que produce la delicadeza de una flor, el donaire del caminar del gamo, la carrera del antílope, el suave aleteo de una gaviota, el garbo y la majestad del viril toro, del león y del tigre.
Hagamos Ricardo —advirtió el picaflor— altares espirituales a Dios, a la belleza y a la Vida en nuestros corazones —y elevó al instante, sus alas con majestad y hermosura hendiendo su agudo pico hacia el claro firmamento.
La avecilla voló rauda hacia su nido mientras el buscador se protegía sumergiéndose en su liviana concha.
