La narrativa de Juana Manuela Gorriti: El guante negro

Por Silvana Irigoyen

El conflicto entre unitarios y federales involucró a la sociedad entera, y desde allí se deslizó hasta cada personaje de ficción de Juana Manuela Gorriti. La figura femenina ocupa en estos relatos un lugar primordial, porque en la mujer convergen las disputas entre unitarios y federales que tiñen de política estas tramas. En este relato, un triángulo amoroso entre una mujer unitaria y un joven federal que coquetea con otra mujer de su misma militancia política sellará un conflicto de divisiones ideológicas, de celos, traiciones y deseos de venganzas que culminará con la muerte.

EL GUANTE NEGRO ( CUENTO)

La puerta se abrió, dejando ver la campiña alumbrada por los rayos de la luna, y dando paso a una figura blanca, vaporosa(…) Era una joven envuelta en un largo peinadorblanco, y con la cabeza cubierta con un velo de gasa. La estatura era algo elevada; su larga y suelta cabellera, brillante y negra como el azabache, descendía en sombrías ondas hasta tocar el suelo; sus rasgados ojos negros de anchas pupilas, tenían esa larga y profunda mirada que se atribuye a aquellos que leen en el porvenir.

Al verla, el recuerdo de Manuelita y con él las ideas de gloria y ambición, huyeron de la imaginación de Wenceslao.

—¡Isabel! ¡Mi ángel hermoso, mi hada benéfica! —exclamó—. ¡Ya estás aquí! (…) llegas entre las sombras y el silencio de la noche a curar con tus manos mi herida, e inundar mi corazón de delicias con la magia de tu mirada, de tu voz y de tu sonrisa!… Pero… ¡tú estás pálida!… ¡trémula! ¡No tienes ni una caricia, ni una palabra de amor para el que te adora! ¡Isabel!, ¿Qué pesar oscurece tu frente, amada mía?

—Nada ha cambiado en torno mío —respondió ella arrodillándose al pie del lecho, y obligando a Wenceslao a recostarse en su almohada—; Nada ha cambiado, el sol ha sido brillante; las flores me han enviado sus más suaves perfumes (…) sin embargo, hay algo lúgubre que pesa como plomo por sobre mi corazón. Escucha, Wenceslao. Cuando mi madre me llevaba en su seno, me oyó llorar una noche que velaba, pensando en el ser que iba dar a luz. Una creencia de nuestro país, supersticiosa si quieres, enseña que cuando un niño llora en el vientre de su madre, si ésta guarda el secreto, el niño poseerá el don de adivinación. Mi madre calló creyendo darme la dicha; ¡pobre madre, ella ignoraba qué funesto presente legaba al destino de suhija! Encadenada como todo lo que existe a ese orden eterno llamado fatalidad, siento llegar la desgracia, sin poder evitarla; conozco su aproximación en el aire, en la luz, en las sombras, pero ignoro de dónde viene, y el momento en que me herirá. Cuando mi padre cayó bajo los golpes de la Mas-horca, esa asociación de caribes, ya había yo visto ensueños toda aquella escena. Cada uno de los infortunios de mi vida se ha revelado anticipadamente a mi corazón. Hoy, durante todo el día me han perseguido las más espantosas alucinaciones; mi espíritu ha visto espectáculos horribles en los que el asesinato ejercía sus sangrientas funciones; he oído la voz de los celos, esa funesta enfermedad de mi alma, gritarme con acento lúgubre: ¡perfidia! ¡traición! Ahora mismo, Wenceslao, al entrar en tu cuarto he sentido cerca de mí una sombra, un espíritu enemigo que me cerraba el paso, y que como la mano de una rival me rechazaba lejos de ti; y era tanto lo que sufría mi corazón, que alacercarme a tu lecho, al hallarte solo esperando la presencia y los cuidados de tu Isabel, he bendecido tus heridas que te entregan exclusivamente a mi amor, y he deseado que se prolonguen tus sufrimientos por toda una eternidad.

—Amada mía —repuso Wenceslao, besando con ardor las manos de la joven—, hay palabras que sólo deben escucharse de rodillas; tales son lasque acabas de pronunciar. ¿Qué he hecho yo para merecer el amor de unser tan hermoso y sublime como tú? Y cuando poseo esta dicha que me envidiarán los ángeles del cielo, ¿había de pagarla con la perfidia, en vezde una eterna adoración? ¡Oh, Isabel mía! Destierra esos insensatos temores, como una injuria hecha a ti misma y a tu amor.

Hablando así Wenceslao era sincero, pues como hemos dicho, sus ideas de ambición se habían desvanecido con la presencia de Isabel. La joven se sonrió con ternura, moviendo tristemente la cabeza.

En ese momento el reloj del salón dio las doce.

—¡Dios mío! —dijo Isabel—, es media noche, y yo no he pensado aún encurar tu herida.

Un terrible recuerdo brilló como un relámpago en la memoria de Wenceslao, que llevó vivamente las manos al pecho.

¡Era tarde! Isabel lo había descubierto para levantar el apósito de la herida.

Un profundo silencio reinó entonces en el cuarto. Wenceslao inmóvil de confusión y terror, miraba a Isabel, pálida como una muerta que tenía entre sus manos un guante negro al que  examinaba con mirada fija y devorante.

De repente sus grandes ojos se abrieron desmesuradamente; de su pecho se exhaló un grito ahogado, sus brazos se deslizaron inertes a lo largo de su cuerpo, sus pies vacilaron, y cayendo sobre sus rodillas, ocultó su frente en el suelo.

En la parte interior del guante, sobre la cinta que contiene el resorte, Isabel había leído el nombre de Manuela Rosas.

—¡Isabel, amada mía, dígnate escucharme un momento! No me condenes sin oírme! –exclamó Wenceslao, tendiendo los brazos para levantarla.

Ella rechazó en silencio, volviendo a su primera actitud. Largo rato quedó así, inmóvil, silenciosa e insensible a las súplicas de Wenceslao.

Después alzó su frente; pasó por ella la mano, como para avivar un recuerdo, y poniéndose en pie:

—¡Oh, padre mío! —exclamó, cruzando los brazos y elevando al cielo su profunda mirada—, este golpe que hiere mi corazón, es el castigo de la hija culpable que infiel a su juramento, dejaba vagar olvidada vuestra sangrienta sombra, cambiando impíamente vuestra venganza con el amor de un federal.¡Ah! Ha sido necesario que él me arroje de su corazón, para que vuelvan al mío el recuerdo de vuestra funesta muerte y el sentimiento de mi deber.

Pero aún no es tarde, padre mío. El juramento que os hice bajo las negras bóvedas de vuestro calabozo, no habrá sido hecho en vano: ¡yo renuevo aquí el voto de consagrar la sombría existencia que me espera a vuestra venganza, y al triunfo de esa causa, cuyo testimonio sellasteis con el martirio!

Y volviéndose hacia su amante, que la escuchaba consternado:


—¡Adiós, Wenceslao! —le dijo—. Ésta es la última vez que pronuncio
vuestro nombre, ese nombre que mi labio se complacía en repetir sin cesar porque resonaba en mi corazón como una deliciosa música. ¡Adiós para siempre! Amad en paz a esa Manuela Rosas cuyo gaje de amor lleváis sobre el corazón; y cuando penséis en Isabel, recordarla sin remordimientos, pues vuestra perfidia la ha conducido al camino del deber, al mismo tiempo que a vos al de los honores y la dicha.

Al escuchar este terrible sarcasmo, Wenceslao que permanecía agobiado bajo el peso de una irremisible prueba, alzó con orgullo su pálida frente, y extendiendo la mano con un gesto de autoridad, dijo a la joven, que daba ya un paso hacia la puerta:

—¡Isabel! ¡En nombre de tu padre, escúchame una palabra, una sola!

Isabel volvió hacia él su pálido rostro.

—Todo se ha acabado entre nosotros —dijo ella con voz triste pero firme—. Un abismo nos separa; en uno de sus bordes estáis vos con Manuela Rosas, en el otro Isabel y la sombra de su padre.

—¡Oh, Isabel! ¿Rehúsas escucharme? Dígnate entonces decir tú misma, amada mía, ¿qué podré hacer para convencerte de que ninguna otra imagen se ha acercado jamás al santuario que tienes en mi corazón?

¡Habla! Si es necesario descender al infierno para rescatar tu amor, allí bajaré.

Un profundo sollozo elevó el pecho de Isabel, que vacilante y trémula bajó los ojos para que Wenceslao no leyera en ellos su amor.

De repente su mirada cayó sobre el guante negro que estaba en el suelo.

Un estremecimiento convulsivo recorrió su cuerpo, en sus negros ojos brilló un rayo de tremenda cólera, y uno de esos malos pensamientos hijos de los celos, que convierten al ángel en demonio, surgió en su mente y mordió su corazón.

—¡Que muera para mi amor —murmuró—, con tal que se aleje para siempre de ella!

Y fijando en Wenceslao una mirada fascinadora:

—Hay un sitio —le dijo— desde donde podríais persuadirme que lo que he visto esta noche ha sido sólo un sueño, uno de esos malos sueños que vuestro nombre, ese nombre que mi labio se complacía en repetir sin cesar porque resonaba en mi corazón como una deliciosa música. ¡Hay un sólo sitio que podría persuadirme, pero ese sitio está… ¡entre las filas del ejército unitario!

Y desapareció entre las sombrar que se extendían al otro lado de la puerta.

Wenceslao quedó un momento anonadado bajo el peso de aquellas terribles palabras. Los ojos se cerraron, su corazón cesó de latir, un sudor frío bañó sus sienes. Luego una desesperación inmensa invadió su corazón, sacudiéndolo con su terrible fuerza.

—¡La he perdido para siempre! —exclamó hiriendo su frente—. ¡No me ama ya, pues quiere mi deshonra! ¡Quiere que abandone la causa que desde la niñez ha defendido mi espada, la causa de mi ilustre bienhechor… la de la compañera de mi infancia! ¡Quiere que me haga un traidor, en fin! ¡Oh, Isabel!… jamás… jamás… Pero ¿qué haré en delante de esta existencia vacía y silenciosa, que no iluminará ya tu amor? ¿Cómo atravesaré esas horas, esos días que encantaba su presencia? Porque perderte a ti no es sólo perder el corazón de una mujer: ¡es perder el aire, la luz, el cielo… ¡Oh, es mejor morir!

Y llevando a su pecho una mano homicida, arrancó el vendaje de su herida, y la desgarró.

La sangre corriendo a borbotones sobre el lecho adormeció poco a poco la desesperación que devastaba en el alma de Wenceslao. Una niebla azul se extendió ante sus ojos, un rumor confuso invadió sus oídos, quecesaron de percibir los ruidos exteriores; el frío de la muerte comenzó a helar sus miembros, y en su corazón se difundió ese sentimiento de paz que debe hallarse al otro lado de la tumba, y que se pinta en el semblante de los cadáveres.

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