Por Hilda Palermo

Al leer el título del presente artículo se preguntarán, ¿qué tienen que ver estos dos personajes tan disímiles?, simplemente, son abuela y nieto.

Flora Tristán fue casada con André Chazal, dueño del taller de litografía donde ella empezó a trabajar como colorista, tuvieron dos hijos: Ernest y Aline, quién sería más tarde, la madre de Paul Gauguin.
La hija de Flora, Aline, también tiene una historia de vida muy interesante, queda huérfana a los seis años de edad y los amigos de su madre se hacen cargo de ella. Contrae matrimonio con el periodista republicano Clovis Gauguin, con quién regresa al Perú al restablecerse el imperio en Francia, con Luis Bonaparte. El viaje de retorno no podría ser más trágico, el esposo muerte de un infarto y lo tienen que enterrar en un pueblo de la costa chilena, Puerto Hambre, y Aline debe continuar hacia el Perú con sus dos niños pequeños, Paul y María Fernanda.
Se establecen en Lima, viven siete años, cuenta con el apoyo de su familia arequipeña, pero deben regresar a Francia a recibir una herencia importante.

Paul Gauguin es internado en un colegio religioso donde pasa muchos años, alentando su vocación de marino, sin ningún atisbo de esa vena artística que lo caracterizaría después.
En su juventud trabaja como agente de bolsa, siendo muy exitoso, pero un día ingresa a su establecimiento un hombre desprolijo, descuidado, que le gustaba dibujar, pintar y visitara el Louvre y allí lleva a Gauguin, quién tiene casi treinta años de edad y nunca había entrado a un museo, allí descubre su gusto por el dibujo y se matricula en una academia de pintura, sigue trabajando en la bolsa, pero pinta, en las noches, cuando encontraba descanso; estaba casado y tenía dos hijos.

Haciendo una semejanza, Gauguin pinta con la misma fuerza y ansiedad que su abuela Flora, cuando defiende las causas sociales y los derechos de la mujer.
Otra semejanza con su abuela, es que debido a su despido de la bolsa francesa por el desplome de la misma; Paul va a tener todo el tiempo para pintar como era su deseo y su vocación, pasa de una cómoda situación financiera a una plena de angustia, pobre, marginal; al igual que Flora ambos tenían ideas fijas. Abandona a su esposa y cinco hijos y se establece en la Bretaña donde lleva una existencia miserable.

Pero tenía la idea de viajar a la Polinesia y logra que el gobierno francés lo nombre dibujante oficial y lo envía a Tahití donde descubre otra cultura, el exotismo de las islas, va a concretar el sueño de Van Gogh, que creía que el arte fuerte y vigoroso del futuro no salía de Francia sino del sur.
Igual que su abuela, contrae una enfermedad contagiosa que va minando su salud y que le impide movilizarse fuera del Papeete, pero aún así llega a un pueblo pequeño, Hiva Ova, donde pasará los dos últimos años de su vida. Sus últimos cuadros son como las últimas páginas del diario de Flora Tristán.



Esta historia ha sido recogida por Mario Vargas Llosa en su novela “El paraíso en la otra esquina” (Alfaguara, 2003).
