Por Liliana Bellone

BRUNOY (El panteón familiar del castillo de Brunoy fue la última morada del libertador en Francia)
Piensa Josefa Balcarce y San Martín de Gutiérrez Estrada, la ilustre nieta del general:
Todo lo tendrá la Argentina. Todo lo que fue de mi abuelo. Se lo dije a Mitre. El tiene su especial visión de la historia y cree en la rivalidad entre Bolívar y mi abuelo. No hubo tal rivalidad, el general San Martín quiso ponerse bajo las órdenes de Bolívar.
Y las cartas…ah las cartas, a Santander…a Guido…las cartas son parte de la política también.

Hoy la vida es distinta en Buenos Aires, me dicen, es una ciudad muy grande, con subterráneo y trenes y automóviles, como en Europa, con avenidas y teatros iluminados.
Como en París. Acá todo ha cambiado luego de la guerra: la gente, los jóvenes, la música, el arte, todo… Ya no hay carruajes, sólo automóviles, y teléfonos. La gente va al cine, donde ven historias de amor y las travesuras de Charles Chaplin. Prefiero la ópera. Gounod, Bizet, Puccini y todo lo que de ese genio surge: Manon Lescaut, La bohème, Tosca…Mi abuelo fue amigo de Rossini. Se reunían en Petit-Bourg, la residencia del Marqués Aguado, cuando vivíamos en Grand-Bourg. Había almuerzos y veladas con artistas, escritores y músicos. Y también cenas en restaurantes luego de asistir al Garnier o a la Opéra-Comique.

París es luz, siempre lo fue, la ciudad de las luces, pero ahora la luz es su mejor atuendo. El Sena brilla en la noche más que la luna y las estrellas. Los poetas le cantan. Los poetas de antes y los jóvenes de ahora. El gran Verlaine: Blanche, émerge Vénus, et c´est la Nuit…le siguen el chileno Vicente Huidobro y Reverdy. Pero soy de otro siglo y me cuesta llegar a su poesía. Siglo XX.
¿Qué aguardará a los niños que nacen en estos tiempos? ¿Cómo serán los jóvenes que habitarán nuestras ciudades dentro de veinte, treinta, cuarenta años?
Más simple y acorde con mis deseos será encontrarme con Fernando, mis padres y con mi hermana junto al foso que cabaré en mi recuerdo, como Odiseo, para evocar a sus muertos que emergerán de las tinieblas y vendrán a consolarme. Ahí estarán también mi abuelo y los oficiales Brandsen, O´Brien y Miller, héroes de las guerras napoleónicas y del Ejército de los Andes, con sus pechos ornados por la Medalla de la Orden del Sol del Perú y que se acercarán a reverenciarme mientras dirán a coro que aprueban mi decisión de donar el legado del general San Martín a la Argentina.

Guillermo Miller, el militar inglés que había luchado contra Napoleón y en cuyo cuerpo todavía habitaban las balas de las batallas, valiente guerrero de Junín y Ayacucho, amigo entrañable de mi abuelo y que pidió morir en un buque británico anclado en la costa del Perú.
Federico Brandsen, el francés, soldado de Bonaparte, habitante de América para siempre, que perdió su vida en Ituzaingó, exiliado de Lima por Bolívar quien pronto se arrepintió de esa decisión. Y John O´Brien, el otro veterano de las guerras napoleónicas, hijo de Irlanda que fue edecán del general San Martín y que alguna vez vino a visitarlo en Grand-Bourg.
Todos ellos estarán junto al foso, porque son héroes como los troyanos y aqueos de aquella guerra inmortal.

Y vendrá también, con su bicornio emplumado y su casaca de cuello alto con adornos dorados, el Libertador de Colombia, el único, el más admirado y reverenciado por mi abuelo: Simón Bolívar, a beber el agua que les otorgaré para retornarlos a la vida, como si yo fuera una maga o una sibila, intermediaria, como toda mujer al fin, entre las fuerzas de la vida y las fuerzas de la muerte.
Menos novelas, menos sueños e ilusiones, epopeya pura, podré rescatar a los muertos que acompañaron a mi abuelo. Esta es mi misión y creo que poco a poco la cumpliré. Aunque como toda obra humana quedará incompleta. Siempre faltará una letra, un detalle, una carta, una línea, un retazo de memoria. Dejo las pruebas materiales que están a mi alcance, las que pude inventariar, las que devienen del testamento del general, de las palabras de mi madre y de mi padre. Traté de ensamblar las partes y pude por fin ordenar los hechos y la concatenación de los hechos para legarle a la Argentina una porción del alma del general San Martin. Escribiré unas cuantas cartas más a las autoridades de Buenos Aires, ahora que Mitre ya no está, para indicar y señalar algunos secretos de la casa de Boulogne- Sur- Mer donde murió el general en agosto, de Augustus, mes del emperador Octavio Augustus de Roma.

Lo más seguro es que pronto deberé partir. Me aguardan mi marido y mi hermana, mis padres y mi abuelo, la abuela Remedios de Escalada, la que quedó en aquella tierra santa de la Recoleta en Buenos Aires, mis bisabuelos y tatarabuelos, que modelaron mi alma sin saberlo. Soy la última, se fueron todos, la tía María Elena, la prima Petronila, los tíos. Y se fue Fernando, el hombre de mi vida, el que se acercó y se inclinó ante mí porque me amaba.
Misteriosa relación de un hombre y una mujer es el matrimonio, como lo fue el de mis padres y mis abuelos. Ahora estoy sola en esta tierra y me imagino a los bisabuelos que iban a América y que dejaban las torres de Castilla y León, los veo, doña Gregoria Matorras y don Juan de San Martín, rumbo al Virreinato del Río de la Plata, en pleno siglo de Carlos III, en las Misiones, en medio de mocovíes y guaraníes, en el Tucumán, el Gran Chaco y el Paraguay. Doña Gregoria y don Juan, castellanos, cuyos ojos vieron las almenas donde todavía se erigía la figura altiva del Cid Campeador.

Francia me condecoró con la Legión de Honor, por haber sido generosa en la guerra, aun con los enemigos. Humanidad. Humanitas, de humus, tierra, de ella venimos y hacia ella nos encaminamos…
Muerte igualadora.
Ah, Brunoy, esta mansión con tanta historia entre sus muros que evocan a Luis XVIII y donde cada día que pasa recuerdo una anécdota, un castillo construido por los nobles para los nobles, pero que ahora es para quienes lo necesitan.
Nuestros bienes quedarán para las obras filantrópicas de Fernando Gutiérrez de Estrada, que dice servirá así a México, su patria. Fernando, tan desprendido y generoso. Con el él vimos los tiempos gloriosos de Eugenia y Napoleón III. Los Gutiérrez de Estrada apoyaron la creación del Imperio de México, con Maximiliano en el trono y la pobre emperatriz Carlota. Siempre escuché hablar de Carlota, víctima para siempre de un grave error, enloquecida por el fusilamiento de su marido.
A la Argentina ya le entregué los tesoros de la guerra y la familia, y también los otros, los documentos de la historia y los libros, no tantos como los que hay en Lima que dicen son todos en francés, libros que cuidaba Rosa Campusano Cornejo.

¿Quién fue esa mujer mestiza, tan hermosa, que acompañó a mi abuelo cuando vivió en Lima? Le decían La Protectora, aludiendo al título de San Martín.
Había sido puesta en la cárcel por la Inquisición por leer libros prohibidos, pero San Martín la condecoró con la Orden del Sol. Era culta, hablaba el francés y el inglés, además de recorrer de noche toda la ciudad para llevar noticias e información, era una tapada, como les decían a las mujeres que pasaban datos al modo de espionaje en el Perú y que iban cubiertas con un rebozo.
Rosa fue sin duda alguna una patriota, una mujer adelantada que ayudó al general a iluminar al Perú, sacando los sepulcros de las iglesias, declarando la libertad de los esclavos, llevando la lectura y los libros al pueblo.
Ricardo Palma habla de ella, la conoció porque era compañero de Alejandro Weninger, el hijo de Rosa. Palma creó un relato con el personaje de Rosa Campusano. Qué grande la literatura americana: José Martí, Rubén Darío, tan grandes como el Duque de Rivas y Espronceda y por siempre Sarmiento, el que adivinó la nostalgia y la melancolía de mi abuelo. Cómo no iba sentir melancolía, si en cada batalla se encontraba con cientos de muertos, con miles de muertos. (…)
Esta historia continuará…

