Por Roberto Espinosa

La escobilla despeina la nostalgia en el platillo de la batería. Negras y corcheas inician un diálogo de contrabajo. El piano va abriendo la luz en la oscuridad. Los párpados se cierran en sonrisa y lanzan el ancla de los sentimientos hasta boyar en el corazón.
Ella es Ella. La voz comienza a inundar su pecho, pero sale como un susurro. Tiernamente. Como si acariciara los cabellos de su hijo. Los ojos de la voz caminan ahora entusiastas por un Tiempo de verano. Los gestos vibran de placer. El público también. Ella Fitzgerald enciende ahora un espiritual en la penumbra y las estrellas se ponen a rezar.
1917, 25 de abril. Ese jueves, el jazz está de fiesta, en Newport News, estado de Virginia. No hay demasiadas imágenes o prefiere no recordar.

“No podría calificar mi infancia de infeliz. No recuerdo nada de mi pueblo natal… No conocí a mi padre. Y era demasiado pequeña cuando me llevaron a Nueva York. Mi madre ya iba acompañada por mi padrastro”, cuenta.
La crisis de los ‘30 los recibe en Harlem. Rondando las esquinas, Ella entrega sus horas a caminar la melancolía de los blues. Chick Webb es baterista. La escucha al pasar y le dice:
“Pequeña, así arruinarás tu voz”.
Poco después, la llevan con él, pero ambos no se recuerdan. “Chick era chiquito y jorobado. Había sufrido mucho y tocaba como para expulsar los demonios. ¡Qué baterista, Dios mío! Me llevaron a su camarín. Chick sonrió y me dijo: ‘Canta’. Lo hice. Eran tres temas de los favoritos de Connie Boswell. Al día siguiente, ya formaba parte de la orquesta y viajaba a Yale con los demás. Empecé ganando 50 dólares por semana. Era lindo cantar en esa orquesta, una de las mejores en una época de figuras como Count Basie, Duke Ellington y Benny Goodman”, cuenta.
Popularidad y una pena
1938. Una ronda infantil. Con A-Tisket A-Tasket llega la popularidad y una pena. Webb muere en el ‘39 y Ella se hace cargo de la orquesta. La guerra la deja sin músicos. 1946. Se asocia con Norman Granz.

Antes se casa con Ray Brown y en el contrabajo se acuna un changuito adoptado. Qué alta está la luna la ubica en la cima. Todos quieren grabar con Ella. Peterson, Ellington, Basie, Louis Armstrong.
Busca la felicidad con alegría. Pese a que “los éxitos me han ayudado a ser menos infeliz”. Odia los reportajes porque “siempre quieren que una termine hablando mal de los demás”.
Le gusta moverse en el escenario, bailar. Cantar con el cuerpo.
“Creo que la gente debería bailar más. El baile revela muchas cosas y hace sentir mejor. La música acerca, reúne, hace que todos se sientan mejor. Todos hablan el mismo idioma aunque se esté en Argentina o en Japón. Caen barreras y todo funciona mejor. Ojalá pasara en todos los ámbitos y todos aprendieran a quererse más. Ojalá todos recuperaran la capacidad de soñar”, afirma.
“Amo la alegría”
El saxo de Johnny Hodges se deshilacha en ternura y le guiña Things ain‘t what they used to be. Ella pasa de Ellington a Burt Bacharach o a Los Beatles, pero siempre sembrando sentimientos en cada interpretación.


“Amo la alegría. Soy muy sencilla, ¿no? Me gustan las cosas sin vueltas. Estar en mi casa, en California, cuidando mi jardín, cocinando. Nada complicado. Me preocupan las mismas cosas que a la gente común. Que haya odios, hipocresía, ingratitud. Yo, en realidad, soy una mujer, una chica como tantas, que sueña con un planeta donde la ternura, la inteligencia y el humor sean posibles de verdad. Ya sé que no soy una jovencita, pero nadie puede quitarme el derecho a soñar. Aunque a veces la realidad es muy dura, no tiene piedad. Pero sigo y seguiré soñando que las cosas pueden ser mejor de lo que son”, dice.
La segunda casa
1993. La diabetes la ha dejado muda de piernas. Dolor. Impotencia. La silla de ruedas se convierte en su segunda casa. Cansada del hospital, quiere volver a su hogar para estar con su hijo Ray y Alice, su nieta de 12 años.
1996, 15 de junio. “Solo quiero oler el aire, escuchar a los pájaros y escuchar reír a Alice”, dice. La llevan al patio ese sábado. Un murmullo de guitarra recorre sus párpados casi ciegos. En los dedos de Joe Pass se dibuja Samba de una nota sola. El scat merodea ahora en su corazón. Puede ser el último chispazo del alma de 79 años. Ella es Ella. Siempre lo ha sabido. La sonrisa busca a su nieta.
“Estoy lista para irme ahora”, le susurra Ella Fitzgerald.

