El duende de tu son, che bandoneón
Por Roberto Espinosa

El Gordo, que es una de las leyendas del tango, partió hace medio siglo. Una melancolía de licor se desgaja en tangos. El Gordo apoya la papada en el cordón de la noche. La lágrima de ron articula un sentimiento. El duende de tu son, che bandoneón, se apiada del dolor de los demás, y al estrujar tu fuelle dormilón, se arrima al corazón que sufre más…
Un murmullo de llovizna ahora alcoholiza los recuerdos. Es 19 de mayo de 1975. La muerte está espiando por la celosía. Pichuco sacude una modorra, abre las manos del bandoneón y desliza los versos de Cadícamo:
Que noche llena de hastío y de frío, no se ve a nadie cruzar por la esquina, sobre la calle la hilera de focos lustra el asfalto con luz mortecina y yo voy como un descarte, siempre solo, siempre aparte, recordándote… Garúa, solo y triste por la acera, va este corazón transido con tristeza de tapera, sintiendo tu hielo porque aquella con su olvido hoy le ha abierto una gotera. Perdido como un duende que en la sombra más la busca y más la nombra. Garúa, tristeza, hasta el cielo se ha puesto a llorar…
“Creo que soy un hombre bueno”, dice. “Nací en pleno Barrio del Abasto, en Cabrera 2937, el 11 de julio de 1914. Existió un momento exacto en que nos encontramos el bandoneón y yo. Tenía 8 años y mi vieja me había llevado a una fiesta campestre. Ahí había músicos y fue la primera vez que escuché tocar un fuelle. ¡Me impactó tanto que me quedó para siempre! Estudié con un amigo del barrio que se llamaba Juan Amendolaro… era tejedor de elásticos. ¡Pero después me hice solo! Por supuesto que también tuve a un gran maestro, Ciriaquito Ortiz, pero él fue mucho más que eso para mí: fue mi hermano, mi amigo…”
anibal Troilo
La mirada griega de Zita lo empuja a la trampera del amor.

“Yo fui a entregar una ropa, unos soirée, me fichó y me empezó a perseguir… no tenía interés en los gorditos pero después le tomé mucho cariño”, cuenta ella.
A veces él le hacía escuchar unos compases de una nueva pieza. La sinceridad no se hacía esperar: “Está lindo, pero tratá de no copiarte a vos mismo”.
Ráfaga de milonga
Los fantasmas comienzan a sentar sus vasos en la mesa de Pichuco. Una ráfaga de milonga recorre la charla. La guitarra de Roberto Grela va soplando la melodía en la oreja del bandoneón.
“Toda mi vida” estremece el aire. “Cada vez que agarro el fuelle y empiezan a salir a salir las notas, vuelve a ser como la primera vez: me entrego todo, cierro los ojos y me parece que me estoy buscando a mí mismo. La verdad que en esos momentos no sé dónde estoy… ¡hay tantos pedazos míos en tantas partes!”, comenta.

Un Gato se trepa a la “jaula”. Ha venido a despedir a su amigo. En antiguas fotos, risas y abrazos saltan de las paredes. Piazzolla y Pichuco. “Eras un pibe macanudo”, le murmura.
“Ya desde purrete mostrabas ese afán de investigación, y cuando te quedabas a solas, siempre estabas haciendo cosas raras con el fuelle”. El Gato -como Pichuco lo llama- arremete con un “Responso”.
Los ojos del Gordo amartillan la nostalgia. En el esqueleto del Teatro Colón, retumban acordes de tango:
“Me pidieron que tocara Responso en el Colón. No lo hice nunca más y tampoco me animé a tocarlo luego. Las últimas veces que lo había hecho, no lo podía terminar, justamente por razones emotivas. Lo escribí de noche. Estábamos jugando a la canasta en casa. Eran las dos de la mañana y me fui al dormitorio. En media hora salió el tango. Había muerto Manzi y lo hice en su homenaje… Para mí fue un gran duelo la muerte de Homero. Uno se va muriendo con cada amigo que se muere. Uno no se muere de golpe, ¿sabés?”
anibal Troilo
Gallinas y ruleta
Un gallo despabila con su canto el lagrimón. Las “gallinas” blanquirrojas picotean ahora en su memoria.
“No sólo fui hincha fanático de River; en una época fui un jugador empedernido. Le jugaba a todo, hasta la bolita, los caballos y la ruleta. Llegué a perder siete coches en el casino de Mar del Plata: iba en coche y me volvía en tren. Pero eso ya lo dejé. A veces salgo a caminar, eso me gusta. Caminar y reencontrarme con los viejos barrios de Buenos Aires porque el tango es el barrio”, cuenta.
anibal Troilo

La nostalgia se acuna en las arrugas del fuelle: “Alguien dijo una vez que yo me fui de mi barrio… ¿Cuándo?, pero… ¿cuándo? ¡Si siempre estoy llegando! Y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja titilando como si fueran manos amigas, me dijeron: Gordo… Gordo, quedate aquí, quedate aquí”.
Los pentagramas de la vida van cerrando los ojos.
“Tuve mucha suerte en mi vida porque empecé de muy chico y siempre pude hacer lo que quería, lo que me gusta. Pienso en tanta gente que sufre y se desgasta y nunca puede hacer lo que quiere…”, dice.
Un chispazo
Un chispazo de mujeres y boliches, de naipes y bohemia, de whiskies y desvelos -también de tristura- va desafiando la muerte en ese instante. Esa papada de 61 años se sienta en el fuelle. Los fantasmas hacen “mutis” por el foro, mientras la voz del “Polaco” Goyeneche va inaugurando la despedida de Aníbal Troilo:
“Ya sé, no me digás, tenés razón, la vida es una herida absurda, y es todo, todo tan fugaz que es una curda nada más, mi confesión…”

