Por Roberto Espinosa

Sonidos que se fragmentan en susurros. Tensiones que estallan en racimos de acordes y desatan un arrebato de golondrinas aturdidas. Agua que fluye desordenadamente, cobijando a veces a una ninfa. Olas que brincan. Espejos. Noche. Paisajes sonoros. Un niño juega con una ardilla, una libélula y un murciélago atrapado en sortilegios. Gotas.
1875. Domingo. En Ciboure, una costilla de los Pirineos Atlánticos, el silbido de un bolero se acuna tal vez ese 7 de marzo. Los rumores vascos lo llevan con sus padres y su hermano a París.
“Desde muy niño fui sensible a la música -a todo tipo de música-. Mi padre, mucho más cultivado en este arte que la mayoría de aficionados, supo desarrollar mis gustos y estimular tempranamente mi pasión”, dice.
Su tata Joseph debe darle propinas para ejercite al piano. Es lo que verdaderamente se dice un ocioso, tanto que permanece como estudiante durante 16 años en el Conservatorio de París.
“Los estudios de piano me fastidiaban. No obstante, desde el primer minuto que comencé a estudiar composición, me di cuenta de que mi camino iría en ese sentido. Nací ciertamente para ser músico, pero si no soy escritor se debe a la inhibición del impulso de serlo. Mis diferentes aprendizajes artísticos se veían interrumpidos por una extraordinaria pereza. Nunca he trabajado para cumplir una tarea inmediata”, cuenta.
Alumno de Gabriel Fauré y amigo de Ricardo Viñes, cuyo teclado despierta en varias de sus obras pianísticas. Esa pavana para una infanta difunta, a las cual no apreciaba demasiado, le teje los primeros renombres (“recuerdo que yo escribí una pavana para una princesa muerta, y no una pavana muerta para una princesa”.)
Los “Juegos de agua” se anticipan a los duendes impresionistas de Debussy. Mientras este a veces lo descalifica, él sólo tiene elogios para su colega, a quien le dedica a su muerte en 1918, su sonata para violín y chelo.

Travesuras de un Gaspard en la noche. En los sonidos viven poemas, brotan colores. Se lo acusa de frío, de insensible. Se burla de sus detractores con los “Valses nobles y sentimentales”. Y cuando lo atacan demasiado, responde:
“No hace falta abrirse el pecho para demostrar que se tiene corazón”.
En el Adagio assai de su Concierto en Sol ha sembrado su alma. La mano izquierda tiene también su protagonismo a pedido de un pianista manco.
1928. La popularidad tiene corazón de “Bolero”. Es apenas un ejercicio musical que trata con algún desdén, sin saber que por estas páginas quedará en la historia, aunque lo disguste.
En Montfort-l’Amaury, a 40 kilómetros de París, transcurre su tiempo. La escritura tropieza en los pentagramas. La motricidad tartamudea. Su lenguaje se extravía. La lucidez no le alcanza para hacer cantar las notas. La muerte es ingrata con Maurice: lo ha envuelto en una antipática amnesia en el último año.
París. Diciembre, 1937. No hay un diagnóstico claro. La cabeza se abre a la seducción de un esperanzado bisturí.

Como si fuese una extraña coincidencia, en julio, un tumor cerebral ha convertido en una rapsodia eterna a su admirado George Gershwin.
El Día de los Inocentes llega ese martes con una zancadilla desdichada. “Gogol murió gritando y Diaghilev, riendo. Ravel murió de a poco. Es la peor forma de morir”, dice Igor Stravinsky. Acordes violineros de Tzigane crepitan entre sus cejas.
“La única historia de amor que he tenido fue con la música”, murmura, mientras un silencio de corcheas sacude la oscuridad.

