Por Jorge Triviño Rincón

El zipa se encontraba celebrando el sagrado ritual de la noche de San Juan, denominado La noche de los Devas—, noche sagrada por demás— ya que las influencias planetarias son consideradas como favorables para el crecimiento espiritual.
Y mientras se encontraban en esta fiesta, las hordas españolas, presididas por un capitán de barco se dirigían hacia el lugar en pos de conquista y de aventura, sin poder sustraerse al encanto del paisaje circundante, ya que grandes árboles colmados de lianas y plenos de pájaros y de roedores creaban sombras tras la fulgente luz solar.
Pequeñas lagartijas, adosadas a las piedras, miraban silenciosamente a los viajeros llenos de pesados yelmos y armaduras y con grandes cargas en las ancas de los caballos, que parecían estar cansados de tanto caminar.
—Esta tierra es bella, pero es inhóspita—dijo uno de los andantes a su compañero.
—Pero el oro abunda como los granos de arena…Solo que hay que dar con él cueste lo que cueste.
—Lo hallaremos sin duda alguna. Estos indígenas tienen que llevarnos al lugar donde se halla. Me han dicho, sin embargo, que son testarudos y silenciosos como una roca. Guardan el secreto y no lo comunican a nadie aunque en ello les fuere la vida.
—Ya buscaremos la forma de hacerles hablar—. Replicó un hombre fortachón que mostró sus rudas facciones mientras hacía una mueca de desprecio—. Nosotros somos mucho más fuertes e inteligentes que ellos. Bastará hacerles una demostración mediante el uso de la fuerza y el miedo, frente a los demás para que nos digan el lugar donde está el oro.

¡Ah! ya me veo en Galicia disfrutando de los goces de haber dado con la tierra del dorado. Estos indios solo conocen la selva y no saben qué se puede lograr con el oro.
— ¡Es una lástima! ¡Cuántas mujeres se ponen a los pies de quien ostenta el oro! ¡Cuántas cosas se pueden comprar con él! ¡Qué desgracia la del indio! ¡Tanta riqueza cerca y tan poca ambición en sus corazones!
—No os preocupéis, ya habrá tiempo para que hablen. Es cosa de sembrar terror en su almas…¡Ante el miedo de morir cualquiera suelta la lengua!
Y continuaron por la manigua húmeda de la meseta, y mientras avanzaban las alharacas de loros, azulejos y cardenales resonaban con claridad.
Llegados a los tambos de los indígenas, se agazaparon y les atacaron con lanzas, abandonando a decenas de ellos mal heridos y sin importarles nada en absoluto, les hicieron prisioneros, atándoles a varios árboles y dejándoles luego a la intemperie.
Ya, al amanecer, decidieron investigarles por el lugar donde se hallaba el oro del cual eran portadores en sus muñecas, en brazos, orejas y cabeza.
—Necesitamos saber—le dijeron a un intérprete—cuál es el lugar donde esconden el oro. Si se niegan a hacerlo —les aseguraron en tono amenazante- el zipa será desollado vivo…

— ¡Miradle! ¡Conmiseraos de él! Repetían al tiempo que encendían una hoguera con troncos secos.
El zipa —impasible—, se dejó llevar hasta el lugar de la inmolación como un manso cordero.
—Llegará el tiempo —dijo dirigiéndose a ellos— en que otros seres sabrán de la humillación que ha sufrido mi pueblo. No se mancilla lo puro sin sufrir los rigores de la justicia divina. El que ha creado las estrellas, quien hace florecer y fructificar, quien conoce la noche, el Espíritu que habita en el astro brillante del sol. Aquel para quien nada le es desconocido, quien dio su lumbre a las luciérnagas y cocuyos, y brilla en los ojos de los pájaros y en toda criatura viviente; aquel, cuyo nombre es impronunciable y cuya voz nadie podrá acallar, El Innombrable, el Espíritu de Amor y Sabiduría; el que creó las razas que cruzan los Andes y bajo su influjo todo permanece, sabe de la angustia que hay en nuestros corazones, ante los ojos ruines de quien ama el oro por encima de la hermandad y de la benevolencia…Ante Él se rinde mi alma, no ante vuestros requerimientos de riqueza.
¡Tenéis el poder sobre mi cuerpo, pero no sobre mi espíritu!
Y al pronunciar estas palabras las llamas se elevaron rápidamente mientras el cuerpo del jefe indio se calcinaba, sin embargo, ningún grito de piedad, ni de angustia brotó de los labios del nativo sacrificado.

Una fuerte tormenta se desató después en el poblado indígena, dejando la manigua limpia. Tan solo los cantos de los búhos sobresalían dentro de la espesa selva.
Texto tomado del libro inédito El libro de los apólogos.


Ya te encontré cronista, seguiré tus pasos. Me gustó este desafío.
Me gustaMe gusta
mil gracias por su noble comentario. Reciba un cordial y afectuoso saludo, desde la ciudad de Manizales, Caldas, Colombia. Un abrazo fraterno.
Me gustaMe gusta