Para leer y leernos: La historia de Camila O’Gorman por Juana Manuela Gorriti

Por Silvana Irigoyen

En el mes de junio, en homenaje a nuestra querida Juana Manuela Gorriti, vamos a ir socializando alguno de sus escritos, para comprender la importancia de su pluma, donde no sólo rescata historias de su contexto, sino que brinda al lector palabras para la reflexión.


En el relato de Juana Manuela, el contexto histórico es clave para una lectura ideológica: la atroz tiranía de Rosas llega a tener su máxima expresión de violencia en este hecho. Desde la mirada de la escritora, así se vulneraban las vidas humanas de esta nación durante ese régimen de crueldad. El exterminio del niño en gestación da cuenta de la crisis moral del sistema.

Por otra parte, Gorriti-mujer que relata estos hechos veintiocho años después, se siente solidaria con esa otra mujer, cuyo único delito había sido el amor. Subyace, en Juana Manuela, una lectura de los hechos que se expresa libre de prejuicios y miradas sesgadas, con respecto a los actos que protagonizó Camila O’Gorman.

¿ Quién fue Camila O’Gorman?

Camila O’Gorman había nacido en 1828, en Buenos Aires. El 18 de agosto de 1848, la joven y el cura español Ladislao Gutiérrez fueron fusilados por orden del líder supremo de Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas, después de protagonizar una fuga histórica.

Camila tenía 19 años cuando conoció a Ladislao Gutiérrez, párroco de la iglesia Nuestra Señora del Socorro. En poco tiempo, se enamoraron y decidieron fugarse al norte del país. A mediados de diciembre de 1847 llegaron a Goya, en la provincia de Corrientes y se establecieron en la campiña. Allí abrieron una escuela y sus vidas transcurrieron al amparo del amor. Tiempo después fueron descubiertos. Y la gobernación de Corrientes encarceló a la pareja el día 16 de junio de 1848 y le dio aviso a Rosas.

Óleo que reproduce el fusilamiento de Camila, embarazada de ocho meses. Por tal razón, el tiro que terminaría con su vida y la del niño gestante, lo recibió en la boca.

Fragmento de la obra Camila O’Gorman de Juana Manuela Gorriti

El relato comienza cuando la narradora y un amigo pasan por Santos Lugares, el lugar donde habían ocurrido los fusilamientos, veintiocho años después. Y es entonces que la voz masculina recuerda este hecho con intenso dolor por haber estado enamorado de Camila, en esos años jóvenes.

(…)

Mi padre disipó aquel éxtasis de contemplar la belleza de Buenos Aires, luego de larga ausencia, anunciándome que antes de entrar en la ciudad; y aún antes de ver a la familia debía dar al dictador cuenta de la misión que le confiara.

Y me llevó consigo a Palermo.

Rosas no estaba allí, y según se nos dijo debía hallarse en el campamento de Santos Lugares, cuyo cuartel general estaba en el pueblo.

Al atravesar sus calles noté algo extraño en la expresión de los semblantes. Habríase dicho: una gran consternación, aun más, el rumoroso silencio de una terrible expectativa.

Nos fue imposible llegar a la presencia de Rosas, que se negaba a recibir aún a sus amigos.

Y como mi padre insistiera, le dijeron que el dictador había pronunciado una sentencia de muerte y no quería escuchar ninguna apelación.

Yo ignoraba quién fuera la víctima, y ya aquel fallo inexorable me horrorizó. ¿Cuál sería al saber que era una mujer?

Me aparté de mi padre, que se quedó aguardando una audiencia; y quise alejarme de ese lugar donde la mano del hombre iba a alzarse para destruir la obra de Dios. ¿Y en que, aún? ¡En su más bella creación! ¡una mujer!

Y me alejaba aterrado; porque parecía sentir caer detrás de mí el fuego del cielo.

Mas las avenidas del pueblo estaban cerradas por dobles filas de soldados; y en todas, un imperioso ¡atrás! hízome retroceder.

Desesperado de poder sustraerme al horrible espectáculo, cuyos siniestros preparativos tenía a la vista, quise apurar contemplándo todo su horror.

Y fui a situarme entre los grupos de curiosos que con estremecimientos de terror tenían fijos los ojos en un edificio aislado cuyo aspecto lúgubre denunciaba una prisión.

Un nombre, el nombre de Camila O’Gorman, mezclado a exclamaciones de conmiseración y a extraños relatos, corría de boca en boca entre la multitud.

Aquel nombre no me era desconocido: más de una vez habíalo oído pronunciar unido a homenajes de admiración tributados a una beldad.

-¡Tan joven y tan bella! -decía uno.

-¿La conoces? -replicaba otro.

-La entrevi solamente a la luz de una vela cuando bajaba del carro en que la traían presa. ¡Muchacha más linda!… ¡Y sin embargo, caer en tal aberración!

-¿Cuál es, pues, su delito?

-Amar.

-¡Amar! Delito universal.

-Pero el hombre a quien dio su amor estaba ligado al altar.

-Tú estás mal informado. Lo amó cuando era libre todavía. Ella lo ha declarado en el interrogatorio. Es una dolorosa historia.

El amante, inducido en error por la presencia de un rival favorecido con la influencia del padre de su amada, la juzgó infiel a sus promesas y en un arrebato de desesperación,huyó de ella, y fue a pedir en un país extranjero las órdenes sagradas.

Camila lloró la ausencia de su amante. A su vez se creyó también, olvidada; y no pudiendo arrancar del corazón su amor lo volvió a Dios: hízose devota.

Pasaba largas horas en el templo, ora entregada a fervorosas plegarias, ora elevando al cielo, en himnos de adoración, el tesoro de melodía que antes era el encanto de los salones.

Un día, en medio de los esplendores de una festividad religiosa, entre la augusta solemnidad de los sagrados cánticos, Camila oyó una voz que hizo descender su alma de las celestes esferas.

Era la voz de su amante, que apartándose del sacro ritmo, se tornó un amoroso reclamo.

Y sus miradas se encontraron; y sus almas sedientas de amor uniéronse otra vez olvidándolo todo:

Ella el honor, la honra, la sociedad.

Él a Dios.

¡Huyeron!

Huyeron, y fueron a extender su proscripta felicidad en un paraje ignorado, en donde no pudieron descubrirla ni las investigaciones de un padre irritado, ni los emisarios de Rosas, armados con las aterradoras órdenes de su dueño.

Pero ¿qué podrá ocultarse al ojo celoso de un rival vencido?

Desde la fuga de los amantes, el pretendiente desdeñado de Camila se consagró a buscarlos con todo el rencor aglomerado en su alma.

Oculto bajo diversos disfraces, recorrió el país, desde los arrabales de Buenos Aires hasta las más lejanas provincias. Visitó las ciudades, las aldeas, las aisladas cabañas de los campos; registró los más apartados rincones de los pagos. Todo inútilmente.

Rendido de fatiga, enfermo de despecho, llegó una noche a un pueblecito extraviado en las selvas correntinas.

La hora era avanzada, y el reducido vecindario dormía entre las tinieblas.

El siniestro peregrino se sentó al abrigo de un árbol que crecía a la puerta de una casita blanca, extendiendo sobre ella su espesa fronda.

Tiempo hacía que se hallaba allí, con la frente entre las manos, hundido en acerbos pensamientos, que contrastaban con la calina apacible de la noche.

De repente, unida a los acordes del piano, una voz melodiosa elevose en medio del silencio, cantando la doliente romanza del Sauce.

Al escucharla, el caminante se alzó con un salto de tigre; y arrojándose sobre el lomo de su caballo, se alejó a toda brida.

Pocos días después, una partida penetró a mano armada en el tranquilo pueblecito; y cercaron la casita blanca; arrebató de ella a Camila y su amante, que fueron traídos a la presencia de Rosas, y pocas horas después condenados a muerte.

Un redoble de tambores interrumpió al narrador. Las campanas del pueblo tocaron a llegaría; la puerta de la prisión se abrió, y del fondo de su oscuro portal arrancó un grupo de soldados en cuyo centro venía una mujer vestida de blanco y cubierto el rostro con las ondas de una larga cabellera negra.

A su lado caminaba un hombre, vendados los ojos y arrastrando penosamente una barra de grillos.

Ambos se mostraban serenos, y escuchaban sin terror las tremendas exhortaciones de la última hora.

-¿Quién viene al lado mío? -dijo de pronto el sentenciado.

-Yo -respondió su compañera de suplicio-. ¡No temas! aguárdanos la dicha de morir juntos.

Un grito de espanto se exhaló de mi pecho.

Aquella voz del dominó negro: ¡era la voz del Maris Stella!

Fuera de mí, en un acceso de locura, arrojeme con ademán agresivo entre el grupo de esbirros.

Dos bayonetazos me echaron a tierra sin sentido; pero no antes de haber entrevisto bajo el fúnebre cendal de su negra cabellera el divino perfil de aquella que deslumbró mis ojos en el templo del Socorro.

El coronel se quedó solo, sentado al borde del camino, en tanto que nosotros, atravesando las lindas callecitas del pueblo penetrábamos, poco después, en el antiguo caserío de Perdriel, a donde nos dirigimos.

A la mañana siguiente visitamos el paredón de nuestra memoria. A su pie una verde alfombra de vegetación alzaba floridos sus exuberantes vástagos; en sus grietas anidaban las tórtolas, y en su negra cima una alondra enviaba al aire alegres cantos.

Fin

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