Por Roberto Espinosa

“En el arte, si amas lo que haces, debes trabajar, volar, todos los días. No puedo imaginar que un pájaro diga al despertar: ‘Hoy no voy a volar porque estoy cansado’”. Esa imagen quedó repicando en las pupilas de mi corazón. Abrí las páginas de su libro “Lecciones de vida” y un vibrato de violín vistió de ecos la nocturnidad:
“El artista personifica la libertad y la responsabilidad del ser, la prerrogativa de expresarse por sí mismo en la inevitable búsqueda de la verdad; la disciplina del servicio y de la autocrítica; la piadosa humildad de obedecer a una voluntad superior. El artista genuino sublima lo que en otros sigue siendo desenfrenada avidez de grandeza, poder y dinero”.
El 22 de abril de 1916, en Nueva York, su madre le puso de nombre “El Judío” para que nadie confundiera su origen. En cuatro cuerdas, Louis Persinger, concertino de la Sinfónica de San Francisco, le mostró el alma de Juan Sebastián Bach cuando apenas se trepaba a los seis años.
Luego el rumano George Enesco le grabó en París el canto de los pájaros en su sangre. Seguramente, Dios había sembrado un don en ese niño que corrió las cortinas del mundo para entregar su arte a los diez años.

Por cierto, Yehudi Menuhin no fue un concertista, un virtuoso más del siglo XX. Ya durante sus actuaciones ante las tropas y los enfermos en la Segunda Guerra Mundial, entendió que la música no se agotaba en el escenario de un teatro famoso, sino que podía hablar desde las entrañas en cuatro cuerdas, y acariciarles el dolor con el “Ave María” de Schubert. La luz de sus ojos se apagó en Berlín el 12 de marzo de 1999.
Tuve la suerte de conocer a Yehudi el 20 de marzo de 1998, durante un ensayo en el estadio de Villebon-sur-Yvette, a pocos kilómetros de París, oportunidad en que Música Esperanza, el movimiento internacional de derechos humanos, creado por nuestro pianista tucumano Miguel Ángel Estrella, celebraba quince años.

Menuhin debía dirigir la Filarmónica de Radio France, el Concierto para cuatro pianos de Vivaldi-Bach y la Sinfonía “Pastoral” de Beethoven. Fiel a su generosidad, Miguel había convocado para el cuádruple de Johann Sebastian a los pianistas Jean-Louis Haguenauer (francés), Andreï Vieru (rumano) y al joven Antoine Rebstein (suizo). Mientras la Filarmónica ensayaba, guiada por una mujer que oficiaba con sobrado talento de concertino, dos hombres pequeños de estatura, pero grandes de sueños, ingresaron conversando animadamente al estadio que tenía capacidad para unas 5.000 personas. Saludaron a los protagonistas y Estrella me hizo señas para que me aproximara a ellos. Las populosas cejas canosas del violinista se asentaron en mis ojos y una mirada de águila penetrante me escrutó hondo.
“Miguel ya me habló de usted. Me contó que es también escritor. ¿Tucumán? Ah, sí, en el norte de la Argentina, allí nació Miguel. Conversaremos en el intervalo, ¿le parece?”, sugirió la amable voz abaritonada. Con agilidad adolescente, Menuhin se trepó al podio y los cuatro pianos se hermanaron bajo el diálogo de su batuta.
Al llegar el tan ansiado intervalo, Yehudi se sorprendió cuando le mostré un par de artículos que había escrito sobre él en el diario La Gaceta. Los recibió con un espontáneo “¡formidable!”, cuando descubrió cómo había quedado tucumanizado en las caricaturas de nuestro dibujante Héctor Palacios.
Yves Haguenauer, amigo personal de Yehudi y de Miguel Ángel, me había recomendado:
“Roberto, no vayas a tutearlo a Menuhin. No olvides que es un lord de la Corona británica”. Para ablandar mis nervios, Estrella me explicó en francés: “¿Sabías que Yehudi habla bastante bien el español?”
Olvidando el consejo de Yves y le dije a Menuhin: “¿Así que hablás español? Podríamos entonces conversar en mi idioma…”, ante los desesperados gestos de Yves y el dulce alboroto de su esposa Martine, suplicándome que no lo tuteara. Sin embargo, lord Yehudi no registró la irreverencia provinciana y la conversación fluyó en francés, como si dos viejos amigos se hubiesen encontrado luego de un largo tiempo.
¿Qué relación existe entre la música y los derechos humanos?
Cuando se canta no se le pregunta a alguien si ello está permitido. A Marcia, por ejemplo, la cantante iraní se le ha prohibido cantar en su país porque allí las mujeres no pueden cantar. Es terrible. Cuando se puede cantar libremente, respirar profundamente y danzar están dadas ya las condiciones de la libertad. Se piensa que son sólo las palabras, pero es también todo tipo de expresión. No se puede controlar lo que viene del corazón, no se lo puede ahogar. Felizmente, son pocos los dictadores que han terminado bien. Es un pequeño consuelo, pero no demasiado desgraciadamente, porque han sufrido poco. Digamos que han comenzado por terminar mal. Hay algunas excepciones como Pinochet o Stalin, que murió en su cama.
¿La enseñanza de la música y la tolerancia tienen algún punto en común?
La gente autoritaria no escucha. Escuchar es un entrenamiento. No se trata de tocar o de cantar solamente, sino de escuchar la música, de hablar de tolerancia, y esta se enseña a los niños no sólo con palabras. Los elementos de la tolerancia son muy interesantes: la curiosidad por una cosa, es decir, aprender lo que no se sabe; también está la confianza en el prójimo, porque si no confiamos en los amigos, uno se queda solo; la confianza que se establece en una sociedad en la medida que se da lo que se puede dar; la fe que deber ser recíproca. Es posible entrenar a los niños sin dificultad cantando, haciendo música con sus instrumentos, escuchándose: ésa es la verdadera disciplina. Es interesante cómo Miguel Estrella y yo hemos encontrado la misma voz para emplear los dones de la música que deben ser repartidos en cada niño como el agua, el pan o la leche”.
¿Cómo era su relación con los dos grandes músicos ucranianos: el violinista David Oistraj y el pianista Sviatoslav Richter?
Oistraj era un maravilloso colega; un hombre extraordinario, de una inteligencia, de un refinamiento, de una sensibilidad… un gran músico, probablemente el mejor violinista del siglo y un amigo muy fiel. Piense que me dio la partitura del primer concierto de Shostakovich, cuando él la recibió. Durante dos o tres años, me dio el único derecho de tocarlo y tocamos ese concierto por todo el mundo; también me dio la música de una sonata de Prokofiev. Fue un gran gesto que no es habitual entre los colegas. Desde todo punto de vista, fue un hombre de una gran bondad.
¿Recuerda alguna anécdota con ambos?
Hay una linda historia. Con mi mujer fuimos a un concierto en Nueva York para escuchar a Oistraj y a Sviatoslav Richter. Era a la tarde. Ya se había advertido a la policía que iba a haber una protesta de los judíos contra Rusia. ¡No tuvieron mejor idea que elegir a Oistraj! Algunos judíos son a menudo muy estúpidos. Comenzaron con la Sonata en Re menor de Brahms y al cabo de dos o tres minutos, un hombre fanático, un joven judío corrió por la sala, saltó al estrado y dijo palabras contra los rusos. Oistraj lo escuchó. Había policías, pero como toda la policía de Nueva York tradicionalmente es pesada y demasiado armada, no podían saltar al escenario, entonces fue necesario ayudarlos a subir. Finalmente, detuvieron a los hombres y el concierto continuó. Pero luego en otro momento de la sonata, hubo un segundo hombre. Esta vez, la policía actuó con mayor celeridad. Fui a saludarlos en el intervalo. Richter estaba feliz porque él adoraba estas situaciones. La primera vez que lo vi, él venía de Chicago, entonces le dije: “Chicago es una ciudad poco tranquila”. El me respondió: “La adoro porque cuando dejo el hotel cada mañana, me digo: cualquier cosa puede pasar”. Mientras que Oistraj me preguntó en alemán: “¿Estos son tus judíos o los míos?” Entonces le contesté: “Nuestros judíos” (dice riéndose).
¿Por qué dejó el violín y se convirtió en director orquestal?
Porque puedo aún hacer la música, siendo ya bastante mayor. Y es muy agradable porque encuentro un repertorio de óperas, sinfonías y oratorios… Es maravilloso. Excepto “Fígaro” hice todas las óperas de Mozart, así como las Pasiones de Bach. Ya no toco más el violín.
Poco antes de morir de leucemia en 1945, el compositor húngaro Béla Bartok le dedicó su Sonata para violín solo…
Bartok y Enesco son los dos más grandes músicos que traté, pero también conocí a Shostakovich, a Stravinsky que era fantástico…
A Bartok lo conocí en el verano del 42, durante la Guerra. Yo tenía un gran amigo Antal Dorati, director orquestal que conocía la música de Bartok maravillosamente y fue él quien me introdujo en su obra. Y cuando buscaba obras contemporáneas, como lo hacía todos los años, encontré en casa una gran cantidad de música y entre ella, su concierto y su sonata.
Entonces organicé un encuentro. Fue la primera vez que lo vi. La cita fue en el apartamento de una amiga mía, la viuda de un banquero italiano judío, que tocaba el violín en un Amati, en Park Avenue. Yo llegué puntualmente con Adoph Baller y Bartok ya estaba allí, al fondo de la habitación cerca de la ventana, sentado en un sillón, con la música sobre sus rodillas y un lápiz en su mano derecha, en una actitud de profesor.
No hubo ningún saludo, ni “buen día” ni “cómo le va”… nada. Ni una palabra. Él esperaba. Comenzamos a tocar y al final del primer movimiento, la primera expresión la lanzó en un inglés impecable: “Creía que estas obras sólo podían ser tocadas muy bien, una vez que hubiese pasado mucho tiempo luego de la muerte del compositor”. Evidentemente, fue muy hermoso.
Fue entonces que pensé que era el momento justo de pedirle que compusiera una obra para mí. Él era muy modesto, le ofrecí darle parte del dinero a cambio, pero él sólo cobró el cheque un año después cuando finalizó la obra. Era un hombre extraordinario que compuso para mí esa sonata maravillosa.





