EL BUSCADOR DE UN LUCERO
Por Jorge Triviño Rincón

Dentro del acervo literario del mundo, hay obras que han sido fundamentales en mi formación como lector, pero sobre todo como escritor.
Tengo en mi listado, obras cortas que han sido alimento de mi sensibilidad. Varias de ellas son: Cantar de Mio Cid, de autor anónimo, El Jardinero y Gitanjali de Rabindranath Tagore, El profeta, Jesús el hijo del hombre y El loco de Jalil Gibran; El principito de Antoine de Saint Exupery, Platero y yo de Juan Ramón Jiménez, El viejo y el mar de Ernest Hemingway, Hamlet, El rey Lear y Macbeth de William Shakespeare, El cantar de los cantares de autoría anónima, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, El mago de Oz de Frank Baum; El gaucho Martín Fierro de Miguel Hernández, Corazón de Edmundo De Amicis, Cuento de navidad de Charles Dickens; El extraño caso de Dr. Jekyll y Mr. Hyde Robert de Louis Stevenson, El libro de los apólogos de Luis López de Mesa, Siddhartha de Hermann Hesse; Juan Salvador Gaviota de Richard Bach; El túnel de Ernesto Sábato y El pastor y las estrellas, del escritor colombiano Eduardo Santa.
Este notable escritor colombiano fue oriundo del departamento del Tolima, Colombia, nació el 02 de enero de 1920 y falleció el 02 de mayo de 2020. Dejó más de treinta y dos obras publicadas. Su nombre completo era Eduardo Santa Loboguerrero. Sus ojos vieron la luz por vez primera en El Líbano y se graduó como abogado, especializándose luego en Ciencias Políticas en la Universidad de Washington.

Fue Profesor Emérito de la Universidad Nacional y Maestro Universitario, de la misma. Secretario General de Colciencias y Asesor de Colcultura. Director de la Biblioteca Nacional de Colombia, Rector de la universidad Central de Colombia; Secretario Académico y docente de la Universidad Nacional de Colombia; y director del Departamento de Humanidades de la Universidad Jorge Tadeo Lozano; miembro de número de la Academia Colombiana de la Lengua, de la Academia Colombiana de Historia, de la Academia de Historia de Bogotá, y de las Sociedades Bolivariana y Santanderista. Miembro correspondiente de la Real Academia Española, Presidente Honorario de la Academia de Historia del Tolima, miembro del Instituto de Geografía e Historia con sede en México y de Civilizaciones Diferentes en Bruselas; socio honorario de la Academia de Artes y Letras de Nueva York donde le otorgaron La Gran Cruz.

La obra El pastor y las estrellas, abarca temas tan trascendentales como El amor, El tiempo, Dios, La música, La paz, la eternidad, La luz, La fe y la Imaginación; con gran profundidad, conocimiento y belleza.
He aquí un párrafo de esta magna obra:
— “Entonces se dijo en voz alta, en medio de aquella soledad:
Eduardo santa
Cosa vana es el tiempo. El cielo está cuajado de estrellas y ellas están ahí desde antes del hombre. Sin embargo, ¿Quién ha podido medir en años su existencia? Todas las cosas existen simplemente. Nacen como el arroyo y mueren como él. La existencia la vamos llenando de experiencias, al igual que un cántaro se va llenando de agua. El tiempo es apenas la sucesión de las cosas que pasan por nuestra vida. ¿Quién puede decir acaso que su vida está llena de minutos? ¡Vana ilusión del hombre! Nuestro cuerpo como el cántaro de nuestra propia vida, se va consumiendo por el uso. Algún día se consume por completo, pero el agua contenida en esa preciosa arcilla, volverá al mar, la arcilla volverá a la tierra. En realidad nada se consume definitivamente. y todo es tan eterno como las estrellas que giran sin cesar en las constelaciones del cielo.
Este pasaje que acabamos de citar, es de gran profundidad filosófica, ya que toca el tema de la eternidad de manera sutil, que nos revela la semejanza que existe entre nuestro cuerpo y una simple vasija de arcilla. Su filosofía, es natural y transparente como el agua misma que discurre cantando su sonata por laderas, valles y praderas; concluyendo al final que somos eternos. Verdad sencilla y olvidada, además denostada por las religiones y borrada para siempre de nuestro ADN, generación tras generación. ¿Por qué negar nuestro principio eterno, si las constelaciones se renuevan y la vida misma nos muestra mediante ejemplos que las semillas actuales aún tienen, en su núcleo, el principio fundamental de la vida primigenia? ¿Acaso la consciencia no trasmigra de generación en generación a través del tiempo? ¿Es posible reconocer a nuestros antepasados en los ojos puros y prístinos de nuestros nietos?
En las rocas late y vibra la vida desde hace miles y millones de años. La vida actual será siempre la manifestación de la vida única y eterna. Allí palpitan y vibran los átomos originarios con esplendor. El hecho de que no los podamos percibir, no invalida su existencia.
Si la vida se renueva constantemente y se escancia de una semilla a otra por millones de años, ¿por qué negar a los seres humanos la posibilidad de que la vida que anima a cada uno de nosotros, se vuelva a encontrar en otro cuerpo para continuar el viaje a través de los siglos?

Las más antiguas teogonías, como la griega y la hindú, pregonan esta preciosa enseñanza, que hace que cada uno de nosotros, busque cada vez ser una mejor versión. ¿Cómo explicar la existencia y genios prematuros como Wolfgang Amadeus Mozart, Ludwing Van Beethoven, Leonardo Da Vinci, Albert Einstein, Nicolás Tesla, Isaac Newton, Pitágoras, Jesucristo, Hermes, Buda, Lao Tse, y muchos otros, que la humanidad ha conocido?
¡Qué gran oportunidad tenemos para ser mejores en el devenir del tiempo! ¡Y qué gran dádiva y poder para adquirir mayor consciencia!
En este opúsculo, también hay un pasaje lleno de religiosidad verdadera. Debo recordar que la palabra religión tiene dos componentes: re y ligare. Volver a unir. Pero ¿unirnos a qué o a quién? ¡A la divinidad que late y vibra en cada átomo de la naturaleza, que al fin y al cabo es la obra manifiesta del Gran Arquitecto de la Creación!
Viose de pronto metido en una inmensa catedral cuyas columnas eran aquellos gruesos troncos y cuyos vitrales eran los follajes por donde se filtraba avaramente la luz dorada del día, y por donde, también podía verse un pedacito de cielo azul. Le pareció que la música litúrgica era producida a su lado, a todo lo largo del bosque, por el hermoso caramillo de la fuente y por las flautas melancólicas de las cigarras y de los grillos. Desde ocultos y misteriosos sahumerios venía un aroma exultante y purificador que jamás se le había tributado a ningún dios.
Aquí, en derredor nuestro, está el templo divino por excelencia, el lugar donde se halla la verdadera música celestial, pues la Naturaleza es el pensamiento divino tangible y viviente, donde todo obra y reside para el goce y deleite de los sentidos —ventanas del alma nuestra—. Allí se encuentra manifiesta la voz de Dios en todo su esplendor: En las criaturas que surgieron de su seno.
El bosque era un templo donde sus oficiantes nunca pedían dádivas sino, que por el contrario, entregaban al hombre y a los animales todos sus frutos. Ni siquiera las esencias que ofrendaban eran producto de la dádiva. El bosque era el templo, pero el dios lo era todo: la tierra, los árboles, los animales, los colores, los sabores, los aromas. Todo era allí una gran unidad para deleite y goce de los sentidos.
Y con respecto a la soledad, al silencio y al temor, en la voz del protagonista Abenámar, un humilde pastor; el autor pone en su boca esta preciosa reflexión:
—Los hombres no han medido aún la profundidad de todos los abismos de la tierra, y menos aún los abismos del alma. Prefieren el verdor de los valles y la comodidad de las ciudades. Se amontonan en ellas, porque sienten miedo de sí mismos. No quieren sentir el vértigo que producen las altas cumbres ni saber nada de la piedra que rueda, dando tumbos, hasta perderse en la hondonada. No quieren la soledad porque en ella pueden ver los abismos de sus almas, ni aman el silencio porque en él se escucha el misterioso gemido del viento que ronda en torno a sus existencias.
Aborda el escritor, además, temas tan valiosos para la humanidad, que nos sorprende el conocimiento que tiene del alma humana. Es tal su sensibilidad, que percibe el canto del colibrí, el movimiento de las hojas, el garrular del agua, el sonido del viento; y también, filosofa sobre temas un tanto mundanos e importantes en nuestro diario vivir como lo es el del poder. A los príncipes los llama con gran acierto: Los esclavos de la ley.
—En verdad, los hombres menos libres en el mundo son los que tienen el poder entre sus manos. Viven siempre prisioneros de su oro, de sus tierras, de sus cortes, de sus aduladores, y sobre todo, de la ley. Este pobre príncipe, con un corazón tan grande y generoso, podría ser feliz. No le importa ni el oro, ni las tierras; desprecia a los cortesanos y a los aduladores; tiene ojos para contemplar el crepúsculo y oídos para escuchar la melodía de los bosques. Pero tiene la más grande desgracia para su hermosa juventud: haber nacido príncipe. Y los príncipes no viven para ellos sino que viven para el reino. Y por lo tanto son esclavos de la ley.
Y ya para terminar, citaré un párrafo iluminador sobre el sendero que debemos transitar en el acontecer de nuestra existencia, en el que Abenámar oye la voz de su amada Izcai y deja traslucir la importancia del amor, del ideal y de la fe, como fuentes de inspiración para trasegar a través de la senda de la vida:
—Abenámar, mi pequeño pastor, he seguido tus huellas, paso a paso sin descanso. Cada vez que has puesto tu sandalia en la tierra, he sentido que dejas tu huella sobre mi propio corazón. Te he seguido con la impaciencia que nace del amor, pero nunca te he visto vacilar. Nunca has desconfiado del lucero que persigues porque en él has puesto toda la fe que brota de tu alma. A tu paso por la vida has tropezado con los hombres y ellos te han llenado de tristeza. Solo la fe que has puesto en el lucero hace desvanecer esta tristeza y convierte el dolor en esperanza. Porque tu fe es muy grande, amado mío. Casi tan grande como la distancia que te separa del lucero. Ahora te digo, desde la soledad de nuestros riscos, que es muy poco lo que te falta por llegar. Mira el lucero nuevamente: ¿No es verdad que se ha detenido en la cima del monte por esperarte?
Este párrafo, que está casi al final del libro, nos deja maravillados y cautivados por la profundidad de la prosa del autor, donde devela la importancia de la fe en el ideal que buscamos. Sin fe, y sin amor; que son las fuerzas más poderosas, es imposible avanzar en la búsqueda vital; análoga a la búsqueda del Vellocino de oro por Jasón, y a la de Santiago el peregrino hasta llegar a Compostela.
En nuestra memoria, y desde años mozos, inicié la lectura de tan preciosa obra, obra que a nuestro parecer, ha dejado una imborrable impronta en nuestra alma.
Fuentes:
- SANTA Eduardo. El pastor y las estrellas. Tercer Mundo Editores.
Datos del autor:
Jorge Eliécer Triviño Rincón. Escritor de literatura infantil y juvenil, poeta y ensayista manizaleño.
Correo electrónico: jtrivinorincon@gmail.com

