Por Jorge Triviño Rincón
En el artículo de hoy continuamos con el análisis de este cuento, que realizamos la semana pasada.

La Reina se sobresaltó, pues sabía que el espejo jamás mentía, y se dio cuenta de que el cazador la había engañado, y que Blancanieves no estaba muerta. Pensó entonces otra manera de deshacerse de ella, pues mientras hubiese en el país alguien que la superase en belleza, la envidia no la dejaría reposar. Finalmente, ideó un medio. Se tiznó la cara y se vistió como una vieja buhonera, quedando completamente desconocida. Así disfrazada se dirigió a las siete montañas y, llamando a la puerta de los siete enanitos, gritó: —¡Vendo cosas buenas y bonitas! Se asomó Blancanieves a la ventana y le dijo:

—¡Buenos días, buena mujer! ¿Qué traes para vender? —Cosas finas, cosas finas —respondió la Reina—. Lazos de todos los colores —y sacó uno trenzado de seda multicolor. “Bien puedo dejar entrar a esta pobre mujer”, pensó Blancanieves y, abriendo la puerta, compró el primoroso lacito. —¡Qué linda eres, niña! —exclamó la vieja—. Ven, que yo misma te pondré el lazo. Blancanieves, sin sospechar nada, se puso delante de la vendedora para que le atase la cinta alrededor del cuello, pero la bruja lo hizo tan bruscamente y apretando tanto, que a la niña se le cortó la respiración y cayó como muerta. —¡Ahora ya no eres la más hermosa! —dijo la madrastra, y se alejó precipitadamente. Al cabo de poco rato, ya anochecido, regresaron los siete enanos. Imagínense su susto cuando vieron tendida en el suelo a su querida Blancanieves, sin moverse, como muerta. Corrieron a incorporarla y viendo que el lazo le apretaba el cuello, se apresuraron a cortarlo.

La niña comenzó a respirar levemente, y poco a poco fue volviendo en sí. Al oír los enanos lo que había sucedido, le dijeron: —La vieja vendedora no era otra que la malvada Reina. Guárdate muy bien de dejar entrar a nadie, mientras nosotros estemos ausentes. La mala mujer, al llegar a palacio, corrió ante el espejo y le preguntó: “Espejito en la pared, dime una cosa: ¿Quién es de este país la más hermosa?”. Y respondió el espejo, como la vez anterior: “Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella”. Al oírlo, del despecho, toda la sangre le afluyó al corazón, pues supo que Blancanieves continuaba viviendo. “Esta vez —se dijo— idearé una trampa de la que no te escaparás”, y, valiéndose de las artes diabólicas en que era maestra, fabricó un peine envenenado.
Luego volvió a disfrazarse, adoptando también la figura de una vieja, y se fue a las montañas y llamó a la puerta de los siete enanos. —¡Buena mercancía para vender! —gritó. Blancanieves, asomándose a la ventana, le dijo: —Sigue tu camino, que no puedo abrir a nadie. —¡Al menos podrás mirar lo que traigo! —respondió la vieja y, sacando el peine, lo levantó en el aire. Pero le gustó tanto el peine a la niña que, olvidándose de todas las advertencias, abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo sobre el precio dijo la vieja: —Ven que te peinaré como Dios manda. La pobrecilla, no pensando nada malo, dejó hacer a la vieja; más apenas hubo ésta clavado el peine en el cabello, el veneno produjo su efecto y la niña se desplomó insensible. —¡Dechado de belleza —exclamó la malvada bruja—, ahora sí que estás lista! —y se marchó. Pero, afortunadamente, faltaba poco para la noche, y los enanitos no tardaron en regresar. Al encontrar a Blancanieves inanimada en el suelo, enseguida sospecharon de la madrastra y, buscando, descubrieron el peine envenenado. Se lo quitaron rápidamente y, al momento, volvió la niña en sí y les explicó lo ocurrido. Ellos le advirtieron de nuevo que debía estar alerta y no abrir la puerta a nadie.
La Reina, de regreso en palacio, fue directamente a su espejo: “Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y como las veces anteriores, respondió el espejo, al fin: “Señora Reina, eres aquí como una estrella; pero mora en la montaña, con los enanitos, Blancanieves, que es mil veces más bella”. Al oír estas palabras del espejo, la malvada bruja se puso a temblar de rabia. — ¡Blancanieves morirá —gritó—, aunque me haya de costar a mí la vida! Y, bajando a una cámara secreta donde nadie tenía acceso sino ella, preparó una manzana con un veneno de lo más virulento. Por fuera era preciosa, blanca y sonrosada, capaz de hacer la boca agua a cualquiera que la viese. Pero un solo bocado significaba la muerte segura. Cuando tuvo preparada la manzana, se pintó nuevamente la cara, se vistió de campesina y se encaminó a las siete montañas, a la casa de los siete enanos. Llamó a la puerta. Blancanieves asomó la cabeza a la ventana y dijo: —No debo abrir a nadie; los siete enanitos me lo han prohibido.

—Como quieras —respondió la campesina—. Pero yo quiero deshacerme de mis manzanas. Mira, te regalo una. —No —contestó la niña—, no puedo aceptar nada. —¿Temes acaso que te envenene? —dijo la vieja—. Fíjate, corto la manzana en dos mitades: tú te comes la parte roja, y yo la blanca. La fruta estaba preparada de modo que sólo el lado encarnado tenía veneno. Blancanieves miraba la fruta con ojos codiciosos, y cuando vio que la campesina la comía, ya no pudo resistir. Alargó la mano y tomó la mitad envenenada. Pero no bien se hubo metido en la boca el primer trocito, cayó en el suelo, muerta. La Reina la contempló con una mirada de rencor, y, echándose a reír, dijo: —¡Blanca como la nieve; roja como la sangre; negra como el ébano! Esta vez, no te resucitarán los enanos. Y cuando, al llegar a palacio, preguntó al espejo: “Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Le respondió el espejo, al fin: “Señora Reina, eres la más hermosa en todo el país”. Sólo entonces se aquietó su envidioso corazón, suponiendo que un corazón envidioso pueda aquietarse. Los enanitos, al volver a su casa aquella noche, encontraron a Blancanieves tendida en el suelo, sin que de sus labios saliera el hálito más leve. Estaba muerta. La levantaron, miraron si tenía encima algún objeto emponzoñado, la desabrocharon, le peinaron el pelo, la lavaron con agua y vino, pero todo fue inútil. La pobre niña estaba muerta y bien muerta. La colocaron en un ataúd, y los siete, sentándose alrededor, la estuvieron llorando por espacio de tres días. Luego pensaron en darle sepultura; pero viendo que el cuerpo se conservaba lozano, como el de una persona viva, y que sus mejillas seguían sonrosadas, dijeron: —No podemos enterrarla en el seno de la negra tierra— y mandaron fabricar una caja de cristal transparente que permitiese verla desde todos lados.

La colocaron en ella y grabaron su nombre con letras de oro: “Princesa Blancanieves”. Después transportaron el ataúd a la cumbre de la montaña, y uno de ellos, por turno, estaba siempre allí velándola. Y hasta los animales acudieron a llorar a Blancanieves: primero, una lechuza; luego, un cuervo y, finalmente, una palomita. Y así estuvo Blancanieves mucho tiempo, reposando en su ataúd, sin descomponerse, como dormida, pues seguía siendo blanca como la nieve, roja como la sangre y con el cabello negro como ébano.
Sucedió, entonces, que un príncipe que se había metido en el bosque se dirigió a la casa de los enanitos, para pasar la noche. Vio en la montaña el ataúd que contenía a la hermosa Blancanieves y leyó la inscripción grabada con letras de oro. Dijo entonces a los enanos: —Denme el ataúd, pagaré por él lo que me pidan. Pero los enanos contestaron: —Ni por todo el oro del mundo lo venderíamos —En tal caso, regálenmelo —propuso el príncipe—, pues ya no podré vivir sin ver a Blancanieves. La honraré y reverenciaré como a lo que más quiero.
Al oír estas palabras, los hombrecillos sintieron compasión del príncipe y le regalaron el féretro. El príncipe mandó que sus criados lo transportasen en hombros. Pero ocurrió que en el camino tropezaron contra una mata, y de la sacudida saltó de la garganta de Blancanieves el bocado de la manzana envenenada, que todavía tenía atragantado. Y, al poco rato, la princesa abrió los ojos y recobró la vida. Levantó la tapa del ataúd, se incorporó y dijo:

—¡Dios Santo!, ¿Dónde estoy? Y el príncipe le respondió, loco de alegría: —Estás conmigo —y, después de explicarle todo lo ocurrido, le dijo: —Te quiero más que a nadie en el mundo. Ven al castillo de mi padre y serás mi esposa. Accedió Blancanieves y se marchó con él al palacio, donde enseguida se dispuso la boda, que debía celebrarse con gran magnificencia y esplendor. A la fiesta fue invitada también la malvada madrastra de Blancanieves. Una vez que se hubo ataviado con sus vestidos más lujosos, fue al espejo y le preguntó: “Espejito en la pared, dime una cosa: ¿quién es de este país la más hermosa?”. Y respondió el espejo: “Señora Reina, eres aquí como una estrella, pero la reina joven es mil veces más bella”. La malvada mujer soltó una palabrota y tuvo tal sobresalto, que quedó como fuera de sí. Su primer propósito fue no ir a la boda. Pero la inquietud la roía, y no pudo resistir al deseo de ver a aquella joven reina. Al entrar en el salón reconoció a Blancanieves, y fue tal su espanto y pasmo, que se quedó clavada en el suelo sin poder moverse. Pero habían puesto ya al fuego unas zapatillas de hierro y estaban incandescentes. Tomándolas con tenazas, la obligaron a ponérselas, y hubo de bailar con ellas hasta que cayó muerta.”

Aquí podemos deducir que hubo tres ocasiones en las cuales Blancanieves pudo ser asesinada, es decir, perdida para nosotros:
En la primera ocasión, la Reina madrastra, llegó a las siete montañas, el asiento de los chakras en el lenguaje oriental o ruedas y llamó a la puerta de los siete enanitos. Esos centros magnéticos ya existían en el cuerpo humano; de lo cual concluimos que el cuerpo físico ya estaba preparado para recibir El alma —Blancanieves—.
Pero hay tres hechos que plantean la posible pérdida de aquella energía espiritual, pues el alma participa tanto del espíritu, como del cuerpo; ella es el eslabón entre ambos.
En la primera ocasión, la Materia, aparentemente enemiga, quiere matarla mediante un collar que anuda a su cuello, pero los enanitos le salvan de morir; presumiblemente cuando el cuerpo físico recibe el aliento divino en los inicios de la materialización de los seres humanos.
En la segunda ocasión, cuando la mente aparece en la humanidad, es salvada de nuevo por las fuerzas de esos siete centros magnéticos. El cabello representa el mundo divino según la Kábala y funciona como una antena que canaliza la energía o prana a los lóbulos frontales.
En la tercera ocasión, la malvada Reina —La Materia—, mediante el engaño de una manzana envenenada —la pasión—, buscó matar de nuevo a Blancanieves. Los enanitos creyeron que realmente había muerto y decidieron no enterrarla en la tierra, pero sí, hacerle un féretro de cristal. Este cuerpo cristalino, es denominado cuerpo de bodas por los Rosa Cruz.
El Amor hace su aparición en la figura de un príncipe que se enamora al verle rogándole a los enanitos que le permitan cuidarla, asunto que es aceptado por ellos; y mientras es transportada, la manzana envenenada sale de su boca y despierta.
Además, según las enseñanzas de los Rosa Cruz, El alma — Blancanieves—, se torna inmortal cuando se ha dedicado al servicio desinteresado —los enanitos—, las glándulas endocrinas se han unido a los éteres superiores y la han hecho eterna e imperecedera.

Blancanieves va a desposarse con el príncipe e invitan a la boda a madrastra, aunque ella no quiere ir; sin embargo, asiste a la celebración, pero le prestan unos zapatos candentes y muere.
Es muy importante saber que este cuento, uno de los más conocidos, tiene las enseñanzas prístinas y que cada día seduce a más personas de todas las edades.
Como podrán ver, es una narración extraordinaria que aún guarda por su belleza y sencillez, la sabiduría de todas las edades.

Fuentes:
[1] CORELLI, Marie. El castillo de Asélzion. Traducción de Ramón Barahona Merino. Págs. 111, 112
[2] MARTÍNEZ OTERO. Luis Miguel. Comentarios al Mutus Liber. Luis Cárcamo editor. San RAIMUNDO 58, 28020. Madrid, España. Primera edición para la lengua española. 1986.
[3] BLAVATSKY.H. P. La doctrina secreta. Volumen 1. Tercera Edición Argentina cotejada con la 4ª Edición Inglesa. Pág. 61.
