Por Jorge Triviño Rincón

Ricardo Caracol, desde una roca, observa la numerosa variedad de seres que tremola con gozo interior y complacencia, movida por inaudibles sinfonías.
A lado y lado, inmensa cantidad de peces pargos, nada a la deriva, unida por el deleite y el glamur del agua.
Continuos relámpagos de azogue, plata y cobre, horadan la superficie del río y llegan hasta criaturas que habitan el lecho transparente, acariciando el canto de cuarzos azules y rosas que se erigen como vigorosas columnas por largos y espaciosos trechos.
Verdosas algas, mecidas por las corrientes formadas por los roces del agua con las piedras, crean hermosos torbellinos y vivaces remolinos con las paredes y con las concavidades del fondo e irisan, ondean y agitan con rítmicos y suaves vaivenes como si el río fuera un gigantesco nido de serpientes de cristal en alegre movimiento.
Un larguirucho róbalo, filósofo, abrió su boquita con gracia para manifestar:

—El agua es la madre de todas las criaturas vivientes. En éste precioso líquido se gestó la Vida de los seres que habitan en la tierra. De ella brotó como divino manantial, de ella surgió, creció, floreció, fructificó y se esparció por todos los rincones, lo más precioso de cuanto existe: La Vida.
—El agua se hizo para la Vida, la Vida para aprender amar y el amor para sentir la verdad que se oculta en los latidos de todos los corazones—. Complementó Reinaldo Atún, serpenteando hacia el interior de una gruta de fina arenisca, adornada de calizas verde azules.
La noche arropó la atmósfera celeste y cubrió montañas, valles y ríos aletargando y causando sopor y somnolencia en los habitantes del río.
CAPÍTULO XXXIV – PLACIDEZ

Desde las cimas de laderas y montañas, riachuelos cantarines bajan silabeando tonadas pastoriles, escurriéndose con la tenue levedad con que se esparce un perfume en el aire tibio, mezclándose luego con el agua clara del río y llenándolo de voces alegres y difusas.
El navegante siente el agua cada vez más oxigenada y pura, y decide subir a la superficie para observar con calma el lugar sobre el que se encuentra y meditar un poco.
Con lenidad con que avanza un grupo de niebla, con su caparazón como adorno, fue ascendiendo hasta llegar a la sedosa piel del agua, desde donde vio sobre un tronco envejecido a Obeida Iguana, de verdoso traje, serena, con porte y estirpe de una reina de la antigüedad.

Sus ojos, dos hermosas joyas cafés, le miraron con ternura.
A su lado la vegetación formaba una espesa selva llena de voces delicadas, de arrullos, silbidos, trinos y tonadas.
Manadas de titíes ejecutaban cabriolas, saltando, sosteniéndose ufanos de sus prensiles colas y emitiendo joviales chillidos. Entre tanto, vistosas guacamayas expresaban alborozo y jácara deliciosa.
Mimetizados con el paisaje, permanecían dos caimanes bajo varias ramas y flotando; inmersos, sigilosos y vigilantes.
Pequeños lagartos caminaban por los tallos de robustos mangles, adosándose con sus graciosas garras.
Obeida Iguana, pensativa, profesó al Caracol con voz tierna y sabia:
—Asómate, deja que tu Alma vea el infinito hormigueo de la Vida en movimiento. Existe innumerable hueste de seres habitando el espacio. Verás variadas aves cruzando los aires en abundancia suma, con ricos plumajes de colores.
Aquí en medio, en la tierra hay animales que caminan con elegancia y porte de sus estilizados cuerpos, otros se arrastran con la magia de la llama del fuego y sabrás que también ellos cantan. Y si con detenimiento observas a peces, tortugas, delfines y manatíes, la sonrisa la verás en el brillante destello de sus ojos, y si penetras a tu castillo interior, y ves a las criaturas que has creado en tu imaginación, sabrás que sonríen de felicidad por el precioso don de su existencia.
Todo lo que existe canta y ríe y es un canto tan puro el que emiten y una risa tan delicada y suave la que manifiestan, que solo tu Alma Divina la comprenderá.
¡Ah Ricardo!… Afuera la Vida canta y ríe. Dentro de cada Alma todo es y debe ser gozo y risa... —Fueron las sinceras palabras de la bella.
El navegador devolvió la tierna mirada y se sumergió en el ácueo elixir, recordando con placidez espiritual las bellas palabras de Obeida.
CAPÍTULO XXXV – EL ALMA DEL AGUA

El río al bajar susurrando, se hermosea y embellece en su interior, embelleciendo a su vez el paisaje circundante.
Ovaladas piedras como centinelas y guías del cauce, se apostan en las riberas, acunándose en fila a lo largo como boyas, elevándose algunas, rompiendo otras el agua mansa, torciendo el rumbo ó guiando inmensas moles semejantes a bellos donceles de cóncavos cuerpos.
En el fondo del río, Bagres sapo de verdosas pieles, imaginan pasar desapercibidos, pero sus barbas delatan su presencia.
Bancos de peces cuchillo, atraviesan el fondo de ocre y hierro ocultándose entre cuarcitas, malaquitas y talquitas. Entre tanto, campantes sábalos cruzan como preciosas saetas brillando sus nacaradas escamas al nadar y picudas juguetonas, crean destellos de plata y oro, entre rocosos filos en el fondo de cuevas aledañas, asomándose y escondiéndose como espías traviesas.
“Los habitantes del río ——pensó Ricardo al observarlos de cerca—— son de almas puras y limpias como el agua en la que habitan. A veces brillan como estrellas, se contonean como los trigales, tienen torsos esbeltos y se contorsionan delicados como un amante corazón alrededor de su amado.”
“Y el Alma del agua
es tan hermosa
como rayo de luz
en las tinieblas.”
Concibió Manuel Mojarra, cruzando el umbral del río y formando un precioso arabesco al desplazarse con coquetería.


Es muy agradable leerte y dejar volar la imaginación. Gracias estimado Jorge!
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