Por Jorge Triviño Rincón

Ingrávidas gotas de lluvia, bullen en el aire húmedo y fresco y se dispersan, y asperjan con delicadeza las montañas, los valles y los bosques.
El sol canicular asciende desde el horizonte, como hostia de oro fúlgida, produciendo lampos y haces dorados a su alrededor e iluminando con sobriedad a los seres que habitan bajo su corona real.
Un arco de luz violeta, se insinúa apenas desde un joven riachuelo gárrulo y cantarín y se eleva hacia el cenit hasta perderse tras una verdeante arboleda. Cerca, se
halla, Ricardo Caracol en compañía de Eva Alejandra Garza, quien luce esplendorosa con su plumaje blanco purísimo y juntos observan cómo aparece el arco iris, color por color, con invisibles tizas y mágicos trazos.

—¿Quién es el excelso y mágico pintor? —pregunta el ave.
— ¿De dónde emergen tan esplendorosos y bellos tonos? —. Indaga el gitano.
—Nunca hemos visto el rostro del pintor. Jamás hemos visto sus manos, no hemos conocido sus pinceles, sin embargo, adivinamos que, tras las cosas bellas, existen seres bellos que imaginan, planean y ejecutan las cosas; lo que vemos proviene, sin duda alguna de lo invisible. Las causas permanecen ignoradas y desconocidas…
¿Cuál es el ser que mueve al viento? ¿Quién guía a las criaturas en busca de alimentos? ¡Ah! en cada cosa está escondido un espíritu al que no vemos, y sin embargo, nuestra Alma sensitiva presiente, y es que lo invisible nos roza con la suavidad del agua, nos besa con la suavidad de un copo de algodón, nos traspasa como aroma de rosas y alhelíes, nos penetra como un pensamiento y nos baña como un torrente de luz.
El mundo invisible con su saeta espiritual, nos atraviesa como el sonido misterioso de un címbalo tocado por un ángel, como el susurro del viento al pasar, como el canto sublime de los pájaros y como matutina brisa…
El mundo invisible permanece secreto y ajeno a nuestros ordinarios sentidos, y sin embargo, es la causa de nuestros íntimos anhelos y desvelos.
La garza, retrasada para volver a su nido emprende el vuelo hacia el valle aún iluminado.
CAPÍTULO XXXI – EL ALUVIÓN

Gruesas gotas de lluvia —cual iods de puros cristales—, se derraman produciendo hermosas sonatas, generando arroyos parlanchines y alegres que transportan a su paso hojas secas pétalos, frutos, cortezas y semillas.
Presurosos, los gusanos, buscan cálidos y seguros refugios y las hormigas se ocultan en el interior de las ciudadelas, taponando con delicadeza las entradas.
Canta la floresta. Los árboles agradecidos, mecen sus ramas al viento y las flores abren con majestad y realeza sus vistosas corolas para recibir con alborozo la caricia del agua.
Ricardo Caracol dormía resguardado en el interior de su coraza calcárea de maja forma espiral, cuando un aluvión bajó raudo por el sitio donde yacía el pequeño gitano, arrastrándolo con precipitud. El joven solo sintió un sonoro y recio sonido, crecer hasta llegar a él y luego se sumergió en una armónica vibración, en una onda serena, mirífica y refrescante.
Se desentumeció con parsimonia suma, con la suavidad con que maduran las bayas y crecen las semillas; con la tenuidad con que florecen los pinos, con la tersitura y tersura del movimiento del gamo y la gacela y con la levedad de un soplo de viento fresco.
Se desenrolló asomando sus antenas y su rostro alegre y feliz flotaba en el agua. Movió su cuerpo y se dio cuenta que nadaba.
CAPÍTULO XXXII – INFINITUD
El agua del río era tibia, transparente y cristalina, por lo cual, el aprendiz, decidió abrir los labios para probar un poco del líquido precioso, sintiendo un sabor dulce, suave y agradable, tomando luego otros sorbos, los cuales mitigaron su sed.
Oyó cantos provenientes de la entraña misma del cauce. Eran cantos místicos, poéticos y hermosos. Eran como las voces de todas las criaturas juntas en melodiosa armonía.

Había llegado a otro mundo, a un mundo acuoso, móvil y rápido en donde florecía una atmósfera alegre y esplendorosa, un mundo lleno de color, encanto y fascinación.
Aislados cardúmenes de peces danzaban, valsaban y jugueteaban bajo el agua con gracia, garbo y donaire.
Minúsculas burbujas afloraban desde las profundidades, elevándose, surcando el agua hendiendo la superficie, estallando y desapareciendo tocadas por arte de magia.
Rayos luminosos rompían la sobrefaz del río y se descomponían en rayecillos que escindían la oscuridad interior, dando vistosidad al lugar.
“La belleza, como la diversidad de seres es infinita —dijo el novel observador— existe en los astros y las estrellas, en las galaxias, en los soles y planetas, en el cielo surcado de aves grandes y pequeñas y en los insectos. En la tierra poblada de animales y plantas de todas formas, tamaños y colores y en el agua henchida de algas y peces.
Donde quiera miremos, Dios ha esparcido en abundancia la hermosa Vida. En verdad, donde quiera imaginemos, solo existe Vida y más Vida…”
Mientras esto pensaba Ricardo, millares de peces ondulaban festivos, persistentes y pertinaces en la alfombra del líquido cristal.

