Por Jorge Triviño Rincón
D I O S
“En el Pan está Dios, en la Colmena.
En el tallo, en la flor, en el aroma.”
CARLOS CASTRO SAAVEDRA

La acequia, pletórica de seres alojados en su interior, riela feliz.
Ricardo acerca sus cristalinos labios, humedeciéndolos apenas con gotas del precioso líquido.
Con pequeños sorbos de agua, su fina garganta, se llenó de frescura. Levantó sus diáfanos ojos hacia una hoja de Victoria Regia que flotaba en la límpida superficie del arroyo.
Sobre él, dos sapos posaban sus hermosos cuerpos esmeraldinos.
—¿Cómo te llamas? —preguntó uno de ellos.
—Ricardo Caracol… ¿Y vosotros? —interrogó el pequeño.
—Teófilo y Armando Sapo.
—¿Cantan a la radiante luna? —preguntó de nuevo el diminuto animal.
—Cantamos a Dios, al Señor de los ejércitos…
— ¿Y dónde se encuentra?
—En el Alma del arroyo, en el corazón de las piedras, duerme en las semillas, salmodia en los vientos, brilla en el oro de la luz, emerge desde las sombras como en sonora loa, irisa en los recónditos confines del mar; aflora en el aroma plácido de las flores, fecunda la tierra con la luz de su Espíritu insondable. Baña con las húmedas gotas de rocío de su amor, planetas, soles y estrellas, fluye desde el corazón de los seres como ardiente flama y como inmenso sentido de belleza y armonía.
Planea con matemática precisa y geometriza su inmensurable Universo.
Teófilo, Armando y Ricardo, se extasiaron observando hacia el cielo “El camino de Santiago”, que, como un río de leche, surcaba el espacio salpicado de estrellas, pleno de luz y de Vida.

C A P Í T U L O X I X – B R U M A
Un algodonoso manto de niebla, viaja con tenue prontitud, dejando copos menudos asidos a las ramas de los árboles y el aire circundante.
—El hada de raso viene a visitarnos—. Aseguró Francisco Gorrión.
—Una oda a la frescura es su risa—. Agregó un delicado girasol.
—Adornan su cuerpo collares de perlas—. Dijo una piedra.
—Hay cuarzo y diamante en sus dientes—. Afirmó un pepino.
—¡Ah cómo encantan sus ojos! ¡Cómo encantan sus manos!, con aromas de madreselvas—. Aseveró un Abedul.
—Es hija de la luna —acentuó Jorge Aicardo Trébol.
—Y madrina del viento —puntualizó Ricardo.

C A P Í T U L O X X – E L E S C A R A B A J O
El Alba policroma, surge desde la sombra de la noche, vistiendo con majestad los cuerpos de nubes esparcidas en el cerúleo mar del firmamento.
El bosque, generoso, espolvorea tintes de azafrán y dorado polen a las superficies de plantas y animales en reposo.
Juan Escarabajo, revolotea en las cercanías de una plantación de guaduas de gruesas cepas y elevados tallos; sus hojas menudas ondulan tocadas por el céfiro juguetón.

El caballero del aire, ataviado de viridian verde, ronronea antes de aterrizar en la boca de su madriguera, sobre ella, una esfera de heces de Jabalí, tapona la entrada.

Juan desciende, empuja la redonda masa para entrar y se pierde en el interior, instantes después, remueve con su bello tridente —su cuerno de ónix— aquella masa húmeda, halándola hasta internarse en la profunda gruta.
Ricardo observa a su amigo desde un obelisco de granito.
—Abre, escarabajo
la dulce ventana
de tu corazón;
tu mansión secreta,
fría y oscura
sabrá del Amor.
Le aconsejó Ana Lucía Mariposa, aleteando sobre un grávido manzano de róseas flores.

