Por Lucila Moro

La vida moderna, con su intrincada red de avances tecnológicos, urbanización expansiva y una cultura centrada en la productividad y el consumo, ha tejido una compleja tela que, si bien nos ha brindado innumerables comodidades y oportunidades, también nos ha ido desvinculando progresivamente del tapiz fundamental de la existencia: la naturaleza.
Esta desconexión no es un corte abrupto, sino una erosión gradual, una sutil pero constante separación de los ritmos y procesos naturales que durante milenios moldearon nuestra existencia y definieron nuestra comprensión del mundo.

Para comprender la profundidad de esta separación, es crucial analizar las múltiples facetas de la vida moderna que contribuyen a este fenómeno.

La urbanización, quizás el cambio más visible y trascendental, ha concentrado a la población humana en centros densamente construidos, donde el hormigón, el acero y el asfalto reemplazan los paisajes naturales.
La inmensidad de las ciudades, con su constante bullicio, luces artificiales y la omnipresencia de estructuras hechas por el hombre, crea una barrera física y psicológica entre nosotros y el mundo natural. Para muchos habitantes urbanos, la experiencia directa de la naturaleza se limita a parques artificiales, jardines cuidadosamente diseñados o, en el mejor de los casos, escapadas ocasionales a entornos naturales, rurales, espacios verdes.
Esta falta de inmersión cotidiana en la naturaleza disminuye nuestra sensibilidad a sus ciclos, ritmos y sutilezas.

Ya no sentimos la cadencia de las estaciones en nuestros huesos, ni observamos los intrincados dramas de la vida silvestre desarrollándose a nuestro alrededor.
La tecnología, otro pilar de la modernidad, aunque diseñada para facilitarnos la vida, también ha contribuido a esta desconexión.
La omnipresencia de pantallas, desde nuestros teléfonos inteligentes hasta nuestros televisores, nos mantiene absortos en un mundo virtual, alejándonos de la realidad tangible que nos rodea.

El flujo constante de información y entretenimiento digital puede eclipsar la quietud y la contemplación que a menudo se encuentran en la naturaleza. Además, muchas tecnologías modernas nos aíslan de los procesos naturales fundamentales para nuestra supervivencia.
La producción masiva de alimentos, por ejemplo, nos distancia de los ciclos de siembra, crecimiento y cosecha, haciendo que la obtención de nuestros sustentos parezca un proceso abstracto y desvinculado de la tierra.

El ritmo acelerado de la vida moderna es otro factor crucial. La cultura de la productividad, la eficiencia y la gratificación instantánea nos impulsa a vivir a un ritmo frenético, dejando poco espacio para la contemplación pausada de los procesos naturales, que a menudo se desarrollan a escalas de tiempo mucho más lentas.
La paciencia necesaria para observar el crecimiento de una planta, el cambio de las mareas o el lento esculpido de un paisaje por el viento y el agua se ve socavada por la búsqueda constante de resultados inmediatos.
Además, nuestra sociedad moderna, en gran medida, ha adoptado una visión del mundo antropocéntrica, que coloca a los seres humanos en el centro de la existencia, considerando a la naturaleza principalmente como un recurso para ser explotado en beneficio propio. Esta perspectiva utilitaria a menudo nos impide apreciar el valor intrínseco del mundo natural, independientemente de la utilidad y bienestar para nosotros.
Los bosques se ven como fuentes de madera, los ríos como fuentes de energía o vías navegables de transporte, y la vida silvestre como mercancías u obstáculos para el desarrollo.
Esta mentalidad instrumental reduce la complejidad y la interconexión de los ecosistemas a simples activos económicos, erosionando nuestro sentido de pertenencia y responsabilidad hacia el mundo natural.

La educación moderna, aunque vital en muchos aspectos, a menudo ha priorizado el conocimiento abstracto y la especialización, relegando la comprensión de los sistemas naturales a un segundo plano.
Si bien la ciencia y conciencia ambiental es un campo en crecimiento, para muchas personas, el contacto directo y la comprensión intuitiva de la naturaleza se ven disminuidos por un enfoque predominantemente teórico y libresco.
La falta de experiencias prácticas en la naturaleza, desde la infancia hasta la edad adulta, puede generar una desconexión emocional y una falta de conciencia sobre los intrincados mecanismos que sustentan la vida en nuestro planeta.
La cultura del consumo, impulsada por la publicidad y la obsolescencia planificada, fomenta un ciclo constante de adquisición y descarte, promoviendo una mentalidad de abundancia ilimitada que ignora los límites finitos de los recursos naturales.
Esta cultura nos alienta a buscar la satisfacción en bienes materiales y experiencias artificiales, en lugar de encontrarla en la conexión con el mundo natural y sus procesos inherentes.

¿Cómo llegamos a este punto? No es una trayectoria lineal impulsada por una única causa o una conspiración malévola. Más bien, es el resultado de una compleja interacción de factores históricos, sociales, económicos, tecnológicos y políticos.
La Revolución Industrial marcó un punto de inflexión crucial, al impulsar una rápida urbanización y una explotación sin precedentes de los recursos naturales. El avance de la tecnología, si bien ofreció soluciones a muchos problemas, también creó nuevas formas de aislamiento y dependencia de entornos artificiales.
El crecimiento del capitalismo y la priorización del beneficio económico a corto plazo a menudo han eclipsado las consideraciones ambientales a largo plazo.
¿Somos tan ciegos y con tan malas intenciones?
La respuesta es matizada. No creo que la mayoría de las personas actúen con malicia consciente para dañar el planeta o desconectarse de la naturaleza. Más bien, estamos inmersos en un sistema que, en gran medida, prioriza los valores modernos de productividad, eficiencia y consumo, a menudo a expensas de nuestra conexión con el mundo natural.
Esta priorización puede llevar a una forma de «ceguera» involuntaria, donde las preocupaciones ambientales y la importancia de nuestra relación con la naturaleza se desvanecen en el fondo de nuestras vidas ocupadas y centradas en lo inmediato.

La presión para tener éxito en la sociedad moderna, las demandas de nuestros trabajos y vidas personales y la constante avalancha de información y estímulos pueden hacer que sea difícil detenerse, observar y apreciar los ritmos más lentos y los procesos a largo plazo de la naturaleza.
La gratificación instantánea que ofrecen muchas tecnologías y productos de consumo puede ser más atractiva que la paciencia y la contemplación que requiere la conexión con el mundo natural.
Sin embargo, esta «ceguera» no es inevitable ni excusa la inacción. Existe una creciente conciencia sobre las consecuencias de nuestra desconexión de la naturaleza, tanto a nivel individual como planetario.
Los problemas ambientales como el cambio climático, la pérdida de biodiversidad y la contaminación son cada vez más evidentes y están generando un movimiento global hacia una mayor sostenibilidad y una reconexión con el mundo natural.
En conclusión, la vida moderna nos ha alejado de la naturaleza a través de una compleja interacción de urbanización, tecnología, un ritmo de vida acelerado, una visión antropocéntrica, un enfoque educativo desequilibrado y una cultura de consumo.

Si bien esta desconexión no es necesariamente el resultado de malas intenciones conscientes, la priorización de valores modernos a menudo nos lleva a una forma de «ceguera» ante la importancia de nuestra relación con los ritmos y procesos naturales.
Reconocer esta desconexión y comprender sus causas es el primer paso crucial hacia la reconstrucción de una relación más armoniosa y sostenible con el mundo que nos sustenta.
Solo al revalorizar y reintegrar la naturaleza en nuestras vidas podremos cosechar los beneficios para nuestra salud física y mental, y asegurar un futuro más saludable para nuestro planeta.
¡¡DEBEMOS TOMAR CONCIENCIA Y CUIDAR NUESTRA MADRE TIERRA!!

