Antofagasta: el puerto menos pensado

Por Daniela Latorre

Hace 4 días estaba en el hospital del Milagro. No era mi primera vez en un hospital, pero sí la primera vez en una camilla, internada, con suero e incertidumbre. En la madrugada del domingo me descompuse y tras varias horas yendo de la cama al living (pero reemplazando la palabra living por baño) mi compañera de casa decidió llamar un taxi y llevarme a la guardia. Vivíamos a la vuelta, así que demoramos más cambiarnos los piyamas por ropa de calle que en llegar a los consultorios.

Ahí me dejaron varias horas en observación y después de un cambio de personal, me informaron que muy probablemente había comido algo en mal estado y que necesitaban hidratarme.

¿Habrían sido los sanguchitos de pernil del cumpleaños del sábado a la noche? ¿O las empanadas de pejerrey con lluvia de limón que solía almorzar cada sábado al salir de mi trabajo en Rosario de Lerma, haciendo malabares en el colectivo que en dos o tres horas me transportaba de regreso a Salta capital?

Nunca sé cuál pecado goloso es el culpable de mi malestar. Sólo sé que, siendo las 4 de la mañana, tengo un hambre que me parto y no puedo desayunar nada. Mis amigos me están por pasar a buscar. Nos esperan varias horas de ruta en camioneta. Y yo con estos bizcochitos blancos hechos de arroz como única provisión permitida… ¡qué tortura!

Partimos de madrugada porque tenemos un largo camino que recorrer: nuestra adorada ruta 40 nos cruzará a Jujuy. Bajaremos a comer tortillas en Purmamarca, para luego devolvernos a Salta y visitar las Salinas Grandes cerca del mediodía.

Se trata tan solo de una parada estratégica. Estirar las piernas y prepararnos para cruzar una nueva frontera: la internacional. Chile nos espera.

A eso de las 13 horas ya estamos intercambiando sonrisas por mal humores de los agentes de migración vecinos. Uno de mis amigos lleva una naranja olvidada en el fondo de su mochila y parece ser un crimen difícil de perdonar. Y eso que todavía falta que revisen el auto entero…

Una hora y media más tarde, ya estamos al otro lado. Boquiabiertos, nos deslumbramos con los picos nevados en la cima de los andes. A los lados de ruta, a menos de un metro del paso de los vehículos, la nieve congelada sobre el suelo forma una banquina de picos blancos, como la corona de un rey que se continúa hacia el infinito en nuestro horizonte. El termómetro del tablero marca menos diez grados.

Unas horas después, ya bajando hacia el mar, los campos de molinos de energía aeólica aparecen entre volcanes y mesetas.

Hacemos números, pero ni mi amigo el ingeniero logra calcular son precisión la inmensidad de su altura. La danza lenta y coordinada de sus aletas parecen combinar su coreografía con el disco de Cerati que vamos escuchando en el estéreo. Nos sentimos en una película surrealista. Imaginamos relojes derretidos y leones durmiendo la siesta, entre gigante y gigante.

Sin recuperarnos aún de tal fascinante asombro, asoman en el camino nuevas montañas y formas extrañas: el desierto. Atacama no es nuestro destino pero decidimos pararnos algunas horas para apreciar su majestuosidad. Los colores ahora se vuelven rojizos. El pálido de la nieve ya quedó atrás. Aunque acá sigue haciendo bastante frío.

Nos gustaría quedarnos mucho más tiempo paseando, pero necesitamos llegar antes que nos sorprenda la noche. Nos esperan en destino con un ají gallina. Otra delicia novedosa que no  podré saborear hasta recuperarme de la panza, pero sí sacarles fotos a mis amigos mientras lo prueban.

Al arribar a la ciudad, un primo nos recibe con pisco y nos prepara un cuarto. Dormimos como niñitos en una pijamada, amontonados y compartiendo frazadas, aún recuperándonos de los tembleques de un largo camino recorrido. La travesía por Los Andes nos dejó de cama.

Ya es de mañana y hoy nos toca salir a pasear. Encontramos una calle con mi nombre (aunque no es la del escritor) y nos mareamos con la marea de consumidores entrando y saliendo de los centros comerciales, que son enormes.

Compramos una cámara para sacarnos fotos instantáneas durante el viaje y nos vamos a caminar por el puerto, para descansar.

Estrenamos la cámara posando en las barandas naranjas con el azul intenso del cielo por detrás. 

Las gaviotas conviven con los pelícanos. Se posan en los techos de las garitas. Los pescadores venden su cosecha fresca. Jugamos a adivinar los nombres de los mariscos que no conocemos.

Y entre aromas y chirridos, una imagen inventada se me impone: algo que nunca vi, pero imaginé. Algo que ya me han descrito. Una escena que leí. Páginas repetidas de aventuras ajenas. Hasta que, por fin, un nombre aparece para hacerse cargo la autoría de mi recuerdo: así deberían de ser los días de Hemingway.

No viene a mí un libro, un capítulo específico ni un personaje. Sino todo él. Él entero y su vida entre barco y barcaza, conviviendo con los hombres del mar. En el Caribe o en el sur, la fauna de alas y aletas, esos olores intensos, esos colores vivos y otros entristecidos por el desgaste del trabajo y la vida ajada en años. Lo veo sentado en el muelle. Piernas colgando, dedos helados garabateando historias y dibujos de botecitos. Chusmeando conversaciones, creándose apodos para convivir con desconocidos, balbuceando el castellano, robando privacidades, jugando a saber cómo es.

Me imagino, por primera vez, que viajar y escribir están más cerca de lo que pensaba.

¿Cómo se conecta Chile con el autor estadounidense? ¿Pasó alguna vez por aquí? Cuando llegue a casa, lo voy a tener que googlear. ¿Por qué su fantasma vino a visitarme entonces justo ahora?

Mis amigos toman mate y yo me preparo un té. Nos esperan dos horas de ruta hacia el destino final: una noche acampando en la playa. Millones de estrellas como abrigo y el ronroneo del Pacífico como canción de cuna. 

Armamos la carpa junto a un médano. Contemplamos las estrellas fugaces, pedimos deseos.

Se alivian mis malestares y me duermo, sabiendo que nada podré soñar que no se parezca a la vida vivida estos días.

Publicado por María Daniela Latorre

De Argentina. Escribo y viajo. Lic. en Psicología. Tutora de lenguaje. Políglota 6+. Fan de la playa y los mares turquesas.

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