Por Claudia Fernández Vidal

Cuando me preguntan que se puede hacer en esos pueblitos perdidos en la montaña, si hay que llevar mucha o poca ropa, si cual es la mejor época del año para ir, yo contesto cada una de las preguntas, pero cuando digo sobre que se puede hacer en esos pueblos remotos yo solo puedo responder de una sola manera: esos pueblos simplemente suceden, así, como son, desde los tiempos remotos.




Iruya es de esos lugares que vale la pena ir al menos una vez en la vida. Se encuentra a 2780 msnm y su punto más alto llega a 4200 msnm, en un mirador que se llama Abra del Cóndor, y si la magia, los astros y el día así lo disponen podrás ver a alguno de ellos planeando suavecito, en círculos, disfrutando el viento de frente y a contramano también.



En este pueblito colgado de la montaña todo es placer, pero para los sentidos, para los ojos, para el alma que se va llenando de imágenes tan hermosas que va guardando lugar para lo que siga en el camino.



El camino desde Humahuaca es todo de ripio, en el trayecto vas a encontrar un paisaje totalmente distinto al que viste antes en la Quebrada, cadenas de montañas verdes con cortes profundos en su interior que van dejando ver la roca y la tierra colorada.

El viento helado y profundo acompaña todo el tiempo, pequeños caseríos perdidos entre curvas profundas y precipicios filosos irán apareciendo, changuitos de caritas cuarteadas por el sol y olor a humo, aparecerán en el camino y se acercarán a pedirte caramelos y juguetes, en medio de esas soledades absolutas la vida les sucede y solo tienen verduras frescas de la huerta, cocina a leña, casitas de adobe.



Llegar a Iruya es sumergirse en un mundo colonial, detenido en el tiempo, de calles angostas y empedradas y con profundas subidas. Todo es hacia arriba y hacia abajo, porque este pueblito está suspendido en medio de las montañas. La gente es silenciosa y amable. Dicen que este pueblo era parte del camino que antiguamente conducía hasta el Cuzco en Perú, y servía como ruta de transporte de mercancías atravesando estas profundas montañas.
Aquí podes descansar mirando la inmensidad y caminando despacio esas callecitas empinadas. La iglesia pintada de amarillo y de cúpula azul resalta desde lejos.
Las fiestas patronales son una excusa para la juntada, el brindis y seguir hermanando lazos con pueblos vecinos.

Bien lejos queda Iruya, pero vale la pena. Cuídate de la puna y el viento helado. Que estar en esas inmensidades ya es una fiesta absoluta para los sentidos.
Yo volvería siempre.
