Por Claudia Fernández Vidal
Llegar a Maimará es un bálsamo. El silencio es tan poderoso que romperlo sería un sacrilegio. El viento helado forma remolinos que envuelven en una danza todo lo que parece estar fuera de lugar, sin armonía, sin belleza.

La bandera argentina flamea sobre los techos del hospital, que tiene árboles centenarios en la entrada y está a pocos metros de la entrada al pueblo.
Dicen que cada uno de los pueblos de la Quebrada tiene una identidad propia, secretos ancestrales y dichos que se van transmitiendo de boca en boca, Maimará tiene todo lo qué hay que ver a la vista, al alcance de la mano, ahí, sin nada que esconda su impresionante belleza.

La hilera de cerros con colores desbordando los amarillos y rojos, entre huertas de lechuga fresca, plantaciones de papa, choclo blanco, batata colorada son contrastes que logran llenarte los ojos y las ganas de seguir mirando.
La antigua iglesia de Nuestra Señora de la Candelaria guarda rezos de tiempos remotos.
Caminar sintiendo las piedritas abajo de las zapatillas van haciendo una música que solo se puede escuchar aquí, entre sus calles empinadas y de tierra seca casi talquina.


La paleta del pintor es una cadena montañosa que deslumbra por su belleza que seguro intentarás conservar en una foto o varias tomadas desde la orilla de la ruta, donde el viento furioso te va a llenar de tierra desde los ojos y hasta el alma.


A la salida del pueblo está el cementerio, casi en un hueco, ahí nomás al lado de la casa de cualquiera, ahí parece que los muertos estuvieran de fiesta, entre flores de plástico de todos los colores, después de miles de carnavales disfrutados.
Bien simple es todo aquí, papa, pan amasado, calles de tierra, burritos grises y blancos tirando y ayudando a sembrar en la tierra bien preparada.
El sol lujurioso, ponchito de los pobres, abrigo de los inviernos helados, amigo de los días que pasan por aquí como si no pasara nada.

Maimará es belleza y silencio… no se puede pedir más.
